En mi pasado artículo, reflexioné sobre el famoso manifiesto francés que ha cuestionado lo que puede llamarse “el feminismo puritanista”. El signo distintivo más peligroso del puritanismo es su espíritu totalitario.
Bajo la bandera de la lucha contra el acoso sexual, el feminismo puritano pretende regular las relaciones entre hombres y mujeres erradicando toda situación de ambiguedad -como ocurre en las situaciones donde se corteja o se pretende seducir a una mujer- se organiza una cacería de brujas mediática en la que todos debemos convertirnos en delatores y en jueces públicos, aunque no dispongamos de evidencias contra los acusados, o sin conceder derecho a la defensa.
Al mismo tiempo, el referido movimiento también realiza una cacería de brujas contra las obras de los artistas acosadores o “monstruos morales”, cuyos reconocimientos deben ser anulados, sus obras repudiadas y su memoria olvidada.
Las ideologías totalitarias pretenden anular todo reducto no regulado por el dogma de fe. Todo debe normativizarse, controlarse, incluyendo la obra artística, que debe reevaluarse en función de la biografía moral del creador, o en base a unas normas morales universales.
Con este espíritu, el arte no tiene autonomía con respecto a la moral, una obra maestra no debe ser considerada como tal si su autor es un acosador o un racista. Se confunde la evaluación estética de la obra con el juicio moral sobre su creador, o todavía peor, el juicio estético se hace dependiente de la posible y legítima acusación que pueda realizarse contra el artista que haya cometido un delito.
Nadie rechazaría el producto de una investgiación científica en función de la calidad humana del científico. Sin embargo, se piensa muchas veces que en el arte, deben establecerse criterios morales para juzgar el producto. Sin embargo, del mismo modo en que una obra científico-tecnológica puede beneficiarnos o una teoría científica puede acrecentar nuestro conocimiento del mundo independientremente de las virtudes morales de su autor, una obra de arte puede proporcionar nuevas formas, estilos, discursos estéticos y horizontes de comprensión sin que el responsable de los mismos sea un referente moral. El monstruo puede crear belleza y esta no resplandece menos por la obscuridad de su creador. Este fenómeno, al igual que la ambiguedad, forma parte de la vida humana.
La escritora Margaret Atwood señaló que “el objetivo de la ideología es eliminar la ambiguedad”. Y añado, también pretende erradicar las paradojas y tensiones. Lo ambiguo, lo paradójico y lo tenso es opuesto a la claridad, a la lógica y a la estabilidad añorada por quienes se obsesionan con la certeza de las ideologías totalitarias. Para estas, la realidad es transparente o no problemática, sin claroscuros, blanca o negra. Y en ella, solo hay espacios para nobles y monstruos, leales y apóstatas.
Y así, en la guerra contra los monstruos, el feminismo puritano o fundamentalista va expandiendo su ópera del horror, mientras reverberan las palabras de Friedrich Nietzche: “Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti”.