AMÁN – El presidente estadounidense Donald Trump ha revelado un amplio plan de paz para Medio Oriente, que según su gobierno, pondrá fin a décadas de conflicto entre israelíes y palestinos haciendo concesiones a ambas partes. Pero incluso la forma en que tuvo lugar el anuncio (con Trump al lado del primer ministro israelí interino, Binyamin Netanyahu, y ningún palestino a la vista) revela hasta qué punto esta afirmación es insincera.
La eficacia de cualquier negociación de paz depende de una interacción perfectamente calibrada entre proceso y contenido. En el caso del plan de paz de Trump, el proceso fue claramente una farsa. No es sólo que ningún dirigente palestino haya asistido al anuncio, sino que ninguno fue invitado a la Casa Blanca desde que Trump (que encabeza el gobierno estadounidense más proisraelí de la historia) trasladó la embajada estadounidense en Israel a Jerusalén en mayo de 2018.
En cambio, Netanyahu ya hizo cinco viajes a Estados Unidos desde la asunción de Trump, incluida esta última oportunidad para ir a regodearse, que no dejó pasar. Como para recalcar su desprecio hacia aquellos con quienes supuestamente quiere hacer las paces, hasta se negó a pronunciar la palabra “palestinos” durante la reunión inicial en la Oficina Oval.
Pero Netanyahu no necesita andar cerca para que la administración Trump promueva sus intereses y los de sus valedores de derecha. En Estados Unidos, el supuesto “proceso de paz” lo han dirigido sionistas cristianos, como el vicepresidente Mike Pence y el secretario de Estado Mike Pompeo, y sionistas judíos, en particular el yerno de Trump, Jared Kushner, y (hasta septiembre pasado) el ex abogado de la Trump Organization Jason Greenblatt. Todas estas figuras (lo mismo que el embajador estadounidense ante Israel, David Friedman) apoyan públicamente la construcción de asentamientos israelíes en la Cisjordania ocupada y la violación de derechos humanos de los palestinos, entre ellos el derecho a la autodeterminación.
Tan sesgado fue el proceso que el presidente palestino Mahmoud Abbas rechazó el acuerdo sin siquiera ver el contenido. Su instinto no lo engañó: el plan promueve descaradamente los intereses y objetivos de Israel en detrimento de los palestinos.
El plan propone crear un cuasiestado palestino, fragmentado y rodeado en su mayor parte por Israel, y convalida la anexión israelí de todos los asentamientos construidos desde la guerra de junio de 1967, así como la del valle del Jordán (un paso que Israel ya está preparando). Jerusalén seguiría siendo la capital indivisa de Israel, y la capital palestina se situaría en la periferia oriental de la ciudad.
Más que el “acuerdo del siglo” que Trump prometió una y otra vez, esto es (usando las palabras de Abbas) la “bofetada del siglo”. Hace tabla rasa de décadas de negociaciones y de los esfuerzos concertados de vecinos árabes como Jordania y Egipto en pos de la moderación.
Pero la sumisión de Trump a Israel no perjudica solamente a los palestinos. Cuesta encontrarle algún beneficio para Estados Unidos. La administración Trump ya hizo sucesivas concesiones políticas a Israel, entre ellas trasladar la embajada de Tel Aviv a Jerusalén, ordenar el cierre de la oficina de la Organización para la Liberación de Palestina en Washington y declarar que los asentamientos de Israel en Cisjordania no son contrarios al derecho internacional. También cortó la financiación al Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas (que apoya y defiende a los palestinos desplazados por la creación de Israel en 1948) y suspendió la ayuda a hospitales en Jerusalén oriental que proveen atención esencial a los palestinos.
¿Y qué consiguió Estados Unidos a cambio de todo esto? Absolutamente nada. Como insinúa Thomas Friedman, columnista del New York Times, Trump parece reducido a la condición de “pelele” de Netanyahu.
Es evidente que el nuevo plan de paz se presentó para consolidar el apoyo de los seguidores sionistas cristianos de derecha de Trump y darle un espaldarazo político en momentos en que en el Senado se le sigue un proceso de destitución. El mismo efecto que tendrá para Netanyahu, que en los últimos meses ya lleva dos elecciones empatadas y tres intentos fallidos de formar gobierno (y al que pocas horas antes del evento en la Casa Blanca se le dictó acusación formal por corrupción).
No nos engañemos: la propuesta de la administración Trump no es un plan valiente para una paz permanente sino un ardid descarado y contrario al derecho internacional, a los derechos humanos de los palestinos y a los principios básicos de la justicia. Puede que en lo inmediato redunde en beneficio político de Trump y Netanyahu, pero los palestinos jamás lo aceptarán.
Los defensores del plan dirán que al rechazarlo, los palestinos rechazan la paz, pero esa acusación es inadmisible. Los palestinos, junto con los países árabes, siguen comprometidos con una solución de dos estados según las fronteras de 1967 y una resolución justa del problema de los refugiados palestinos. Eso es una base viable para un acuerdo de paz justo, honestamente negociado y mutuamente aceptable. El plan de Trump es una farsa.
Traducción: Esteban Flamini