La llamada izquierda revolucionaria se resiste a aceptar cuán equivocada estuvo siempre. No les basta con lo sucedido a los países del llamado Bloque Oriental europeo, la destrucción del Muro de Berlín por los alemanes ansiosos de libertad y aire puro, la triste realidad de Corea del Norte y el tímido y vergonzoso tránsito de Cuba a un modelo rupestre del capitalismo, después de más de medio siglo denostándolo como un sistema incapaz de exaltar la dignidad humana.
Casi sesenta años se necesitaron para convencer a regañadientes a los líderes de la revolución castrista que la propiedad privada y la libre iniciativa individual son valores inherentes a la existencia misma y no señales oprobiosas de un sistema basado en la explotación del hombre por el hombre. La prometida redención del pueblo cubano se da allí con la autorización oficial para moverse con alguna libertad dentro del propio territorio de la isla, tener a título de concesión un conuco propio, una barbería, un automóvil, una computadora o una pequeña bodega para vender víveres y alimentos cocinados.
Ni siquiera la URSS, con todo su enorme poderío nuclear y el control absoluto de la producción de la basta federación de naciones encabezada por Rusia, logró garantizar bajo el comunismo niveles aceptables de libertad y bienestar para su pueblo y bastó con la estrecha brecha de disensión que trajo consigo el período de apertura de la perestroika y el glasnot para que ese mundo de mentiras y opresión se derrumbara. Sólo China ha conseguido con el comunismo alcanzar niveles de desarrollo económico similares a los de los países industrializados. Y para ello tuvo que dejar atrás los fracasos de la “revolución cultural” y el “gran salto” de la era de Mao, aceptando modelos de producción capitalista.
Cuba, Corea del Norte y Venezuela continúan siendo el espejo de un modelo que intentó hacer de un sistema opresivo de la dignidad humana un camino de redención que resultó falso.