El café en exceso desvela. En Cuba, la gente hace mucho tiempo que perdió el sueño y no fue debido a los excesos, sino a las faltas. Falta esto y falta aquello. La lista crece y parece interminable. Dolores de cabeza y punzadas en el corazón. Y el café, para complicar las cosas, se suma también al carnaval de las carencias.

Tan importante brebaje constituye el componente principal del desayuno de los cubanos. La leche y el pan aparecen sobre la mesa según las circunstancias y el bolsillo de cada cual. Los niños son priorizados (por sus padres, claro) y a los adultos que los parta un rayo. Aunque casi siempre queda algún sorbo de café salvador que, por lo general, mantiene la sangre caliente para una jornada completa de trabajo.

Pero el café que consume el cubano común tiene características propias. Es mestizo por naturaleza. Mezcla de chícharo, cáscaras, y café. Infusión diabólica que enciende las gargantas y revuelve los estómagos. Un purgante asesino disfrazado de cordero. Líquido negro o transparente que provoca muecas y gestos desesperados. El cuerpo resiste y se adapta. La vida continúa.

En las bodegas se vende, de manera normada, un sobrecito de cuatro onzas o 115 gramos de café mezclado, uno por persona y para un mes. Solo alcanza para dos coladas y basta. Y, ¿qué se toma el resto de los días? Si fuera por las autoridades, se bebería agua o pócimas de hojas de naranja agria. En definitiva, eso a nadie le interesa. O exprime la cartera y pague entre 150 o 300 pesos por los paqueticos de café que comercializan las tiendas en moneda fuerte, o haga silencio. Quejarse trae problemas.

Las cafeteras entran en pánico cuando ven el café de los sobrecitos de cuatro onzas. ¡Terror! ¡Miedo! Tarea mortal procesar el polvo cósmico de origen desconocido. Demasiada presión y las válvulas de escape a punto de explotar. La colada dura sesenta minutos y el sufrimiento se prolonga por los incesantes y amenazadores pitidos. Del sabor, ¡ni hablar! Las tazas y las cucharitas tiemblan. El aroma del chícharo hirviente se esparce por el vecindario. ¡Sabroso!

Lo contrario sucede con el «café caro» comprado en los establecimientos en divisas. La cafetera cuela en un dos por tres. ¡Qué alivio! Ni pitidos extraños, ni explosiones. El olor embriaga y desata el deseo. Pero ese café y el que viene desde el exterior no están al alcance del cubano de a pie. Entonces, llega el invento.

El mercado negro siempre soluciona lo que el Estado es incapaz de resolver. Los individuos se ven obligados a violar las leyes del país en contra de su voluntad y adquieren, de manera ilegal, los productos indispensables para sobrevivir. De otra forma, resulta imposible. Y los de «arriba» conocen la situación. Así funciona el sistema.

En el mercado subterráneo, el precio de la libra de café en grano puede sobrepasar los 40 pesos, dependiendo del lugar y la época del año. Mientras, en las bodegas estatales la libra de chícharo cuesta menos de cuatro pesos. Se tuesta el café y el chícharo, y después se muelen juntos. Y listo. Tal vez esta sea la fórmula empleada por la mayoría de los cubanos. Un verdadero acto de resistencia.

Ante las críticas relacionadas con la pobre producción cafetalera, miembros del sector agrícola han manifestado que el rendimiento de los cultivos decayó considerablemente tras el derrumbe comunista en Europa del Este. De allí, Cuba importaba un gran número de recursos destinados al fomento y desarrollo de las plantaciones. Los años noventa del pasado siglo coincidieron con la etapa negra del café cubano, periodo inconcluso todavía.

Sin embargo, la gente no entiende muchas cosas. El café que venden en las tiendas en moneda fuerte es de origen nacional. Los paquetes se mueren de viejos en las vitrinas, en tanto el sufrido pueblo se desgasta buscando alternativas. Las repetidas justificaciones acerca de la escasez material y su incidencia en los incumplimientos de los planes, aburren y molestan. Ya nadie cree en cuentos chinos.

El cubano espera deshacer algún día el matrimonio forzado entre el chícharo y el café, experimento que, al parecer, llegó para quedarse. Pero no hay alianzas eternas y en cualquier momento cuela la cafetera. O explota. Todo depende de los excesos o de la justa medida. Prepare las tazas, por si acaso.