Resulte grato o no reconocerlo, lo cierto es que el país ha vivido un largo periodo de estabilidad macroeconómica, con un minúsculo nivel de inflación, que ha fortalecido la confianza en el clima de negocios en todos los órdenes. Alentados por una estabilidad cambiaria que apenas se ha movido dentro de un estrecho rango, la mayoría de las empresas se han endeudado en moneda extranjera. Propuestas de cambios bruscos en la política económica pueden erosionar esa atmósfera de confianza. El resultado sería una situación de inestabilidad, pérdidas cuantiosas, mayor desempleo y la ruina de muchos negocios, con derivaciones fáciles de prever.

Los periodos electorales suelen ocasionar situaciones de incertidumbre, especialmente si las perspectivas de cambio político auguran modificaciones radicales en las políticas económicas. Como demuestra la experiencia, no es preciso que las reglas en esa dirección cambien. Basta que cuelguen como un recordatorio de lo que vendría en el futuro.

En naciones muy avanzadas, con mucha antelación, incluso en plena campaña, los líderes y sus partidos suelen anticiparles a la sociedad quiénes serían los responsables de manejar la economía, si llegaran a ganar el poder. La idea es despejar con ello toda sombra en el panorama para alentar confianza. Y discuten sus políticas y programas económicos con las fuerzas de la sociedad que al final serán las que dirán si el clima que proponen favorece la inversión y ahuyenta los riesgos.

Es un error criticar lo que funciona desafiando las leyes de la economía y la importancia de preservar su estabilidad, sólo porque se pretenda ser distinto. A menudo esa obsesión es el camino más seguro y directo al fracaso político. Si bien el tema de la economía debe figurar como una prioridad en el debate electoral, no es estéril recordar que la estabilidad depende de cuánto y hacia dónde se mueva el péndulo de la balanza.