Sin contabilizar  las hojas sueltas de aquella noche me dijo: “soy un poeta negro”;  vi en sus ojos esa mirada de sol, esa  luz arrojada de los fondos del alma, esa timidez de la lluvia sobre el techo del mediodía.  Quiso decirlo todo sin palabras, sin el ruido de la conciencia, sin alardes del alfarero cuando ha tejido las imágenes del arado  y la rosa. Con la serenidad del testigo que ha dejado su testamento en una audiencia de piedras; El Fabulador despejó de su rostro el falso espectro de la vanidad, reunió los hilos del tiempo y retornó a su semblante el vivo destello del alma entregada a la arquitectura del verso: soy José Enríquez García, vivo dentro de la poesía, me dijo; mientras miraba a sus ojos hasta encontrar  el rastro de la soledad; ahí estaba el hombre en el ancho espectro del océano. “Nunca he vivido de la poesía”. Pero, sí estaba aquel hombre dotado de todas las debilidades humanas, de toda la fragilidad del cristal cuando es curtido en  serenidad.  Ante su mirada,  mi presencia  se diluía  en gotas de memorias, en heridas abiertas ante aquel juez insobornable  del tiempo;   sentí que sus palabras hilvanaban  las sombras del alma. Su fabula tallada en  lágrimas rondaba por el horizonte  ya tendido sobre el pecho de aquella noche.

Ya en su mirada no tenía cabida el espanto; las palabras habían perdido el ruido de la arena, la raíz de la noche se escapaba hacia el infinito, las rodillas de la tierra iniciaban su largo peregrinaje, y el ruido de las copas manifestaba  su legado de silencio;   el rumor de la sangre se acogía a un definido esclarecimiento de la sospecha: sólo estaba aquel hombre levantándose  a los pies del abismo.

Y, yo con  los destellos de relámpagos, con esos versos tejidos a la  entrega del próximo día,  durante este largo viaje por los ruedos del Sur profundo, combino el licor del verso con las sonrisas de las bayahondas que dibujan  un lienzo de aridez.  Yo leía cada verso que a lo largo del trayecto urdía el Fabulador,  como si encontrase a ese mismo  hombre en la etapa siberiana; allá, donde Lermontov hizo danzar al árbol  veriozki con suaves copos de nieve; o donde Vallejo levantó las sombras del desierto de Tacna hasta el perfil mudo de la arena. El poeta Mir,  dispersó los sudores del cañaveral en aquel trapiche de la Historia. Langston Hughes afirma haber visto los ojos de la noche sobre la superficie del East River cuando una estrella lustraba las blanquecinas  barbas de Whitman. Y el Fabulador, inserta las hojas sueltas del mediodía en un arsenal discreto de sueños y milagros.

No pude apartarme de  las huellas de un compendio de  Poesía Reunida desde 1977 hasta 2002, donde José Enríquez García colocó hojas tras hojas sobre la frente de la tierra. Como si la arquitectura del verso fuese una pincelada en aquellos mármoles donde el mismo hombre ha tallado su  propio lamento; donde ha prevalecido la vida como  un recuento del llanto. A lo largo de aquel pentagrama existe el discreto sonido del silencio; acontece  el azar como  un potro a la  caza de su propia sombra.  Se confiesa el dolor como un agudo desprendimiento del olvido. Y el viento se cierne en la cima de la cordillera como un alguacil en busca del rocío que se hunde en la raíz del nuevo día. Allí, se erige  un escenario de lágrimas; un estuario donde el mar naufraga en las primeras aguas  llegadas del vientre de las montañas.   El sol sigue fiel a la configuración agreste de aquellas tierras, alejadas  de toda urbanidad. El viento exhibe su mágico ritmo ante de mis oídos ya seducidos por aquella música del Fabulador cuando me traslada al  recuerdo casi increíble de la adolescencia.   Siento los pasos firmes del río que anuncia el paso de la tormenta; la lluvia se deja caer como  si una  tormenta  arrojase a las nubes ya líquidas del firmamento.  Y el viento retorna como un poliedro de caras curtidas como pronóstico de un canto singular y al mismo tiempo, el plural de un denominador común: nosotros…

Siento los ríos desbordados   de un poema suelto; los cantos de un cuerpo que hizo su morada en el particular espectro del universo, el sol viaja cargado de espejos hacia ese colectivo de hombres; allá, nacieron las huellas de las memorias y el viento brama en lo profundo del bosque como un toro herido. Y desde el corazón del crepúsculo  brotan algunas estrofas rescatadas   del Canto General de Neruda, como si El Fabulador no desistiera en unir con sus propias manos los eslabones de  esa misma cadena  dispersa  por toda la América descalza.  En nuestra América hay  islas desbordadas en sueños; islas curtidas por los sueños; tierras calcinadas por la sangre aún caliente donde la felicidad y el dolor atesoran a un continente relegado al olvido. Un canto a las piedras; un canto a la virgen oculta detrás del silencio; ese grito de alerta en la audiencia del destino. El Fabulador es   el hombre de las cenizas.