Los resultados electorales, donde se manifiesta un rechazo rotundo a los candidatos del partido gobernante, expresan, con frecuencia, el anhelo de castigo al incumplimiento de las expectativas ciudadanas.
En los momentos inmediatos a la finalización de los comicios, una atmósfera de algarabía y esperanza contagia a la población, especialmente, a quienes se sienten ganadores. Se generan expectativas desmesuradas hasta el cambio de mando.
Y, a partir del relevo, se inicia un paulatino proceso de frustraciones. Cambian los actores, pero no las prácticas. Se rememoran mezquindades, se olvidan las promesas. Violentados se hacen infractores. La utopía se quiebra ante el retorno de lo mismo, la continua gobernabilidad de la injusticia.
Muchos actores políticos buscan el éxito, pocos la gloria. El éxito es resultadista y se consume en el logro alcanzado. Así, el éxito político es alcanzar el poder. La gloria política es lograr valerse del mismo para transformar la sociedad, dejar una huella, construir un legado.
Es importante señalarlo, en esta fase de nuestra historia, donde la euforia del triunfo electoral opositor vuelve a generar esperanzas. La verdadera victoria está inacabada, no porque falte un nuevo triunfo electoral en las próximas elecciones presidenciales, sino porque requiere completarse con la asunción de nuevos líderes que trasciendan el éxito y aspiren a cambiar el estado de cosas. Ojalá que, en nuestro caso, se produzca para satisfacer las espectativas de justicia social que, desde hace décadas, gritan las mayorías.