He insistido en la necesidad de una amnistía que permita el retorno al país de nuestro único exiliado político: la moderación. Mientras no logremos incorporarla al debate no encontraremos salida a los problemas que nos empatan como sociedad y alejan así toda posibilidad de acuerdos serios sobre los problemas fundamentales que se esconden detrás del ruido de las discusiones.
Requerimos más que una ley o un decreto para hacer que regrese. El muro virtual erigido con nuestras grandes diferencias hace imposible entender cuánto urge tenerla de vuelta entre nosotros. Sentarse a la mesa para zanjar las diferencias no es un signo de debilidad y mucho menos de claudicación. Mientras no lo comprendamos así, estaremos a expensas de mediadores con sus propias agendas. De ahí la dificultad en cada intento para alcanzar leyes y acuerdos que resuman el sentir de todos los actores políticos, sumiéndonos en el debate estéril e insustancial de la denuncia y la inutilidad de buscarlas a puertas cerradas, que solo demuestran el alto grado de infantilidad reinante. Por eso, escasean los acuerdos y abundan las componendas.
No hay trato al más alto nivel, ni estrechones de mano en la cúspide del liderazgo político. El intercambio no se impulsa de cara a cara, con las cartas sobre la mesa. Se da en los medios, con proclamas tan estrambóticas como superficiales, para hacer titulares, echando a un lado toda esencia. Nadie puede determinar cuándo prescindimos de la moderación cuya ausencia nos lleva de un desfiladero a otro. Lo único cierto es que ha faltado voluntad y gallardía para alcanzar acuerdos duraderos en los temas en que el país lo necesita. Voluntad que abundó, en cambio, cuando salimos de ella y optamos por enviarla lo más lejos de nosotros.
El futuro sigue siendo un lejano propósito que no alcanzaremos con muletas.