Estos han sido días cartesianos. No por la duda metódica que, como fuerza inicial, abre camino hacia la verdad y la certeza sino como posibilidad del error que emana de las propias fuerzas. René Descartes es quien mejor ha descrito el panorama intelectual de estos días, pero no lo hace en su capacidad de conducir la mente humana hacia lo verdad clara y evidente, sino hacia el camino de aquella imperfección que constituye el engaño cuando hay excesos en las facultades humanas. A sabiendas de que, como refiere el padre de la filosofía moderna, “el engañar es una prueba de sutileza o poder” y el “querer engañar atestigua debilidad o malicia”, nadie está exento del uso de sus facultades y, por tanto, todos podemos conducirnos y conducir a otros a error o engaño (Meditaciones metafísicas, cuarta meditación).

Ciertamente, el error y el engaño alejan de la verdad y la certeza que brinda el conocimiento claro y evidente. Si la meta de toda “res cogitans”, de “toda cosa pensante”, es alcanzar la perfección del bien y la belleza que, como reminiscencias platónicas, son las ideas supremas que gobiernan todo lo relativo a las entidades espirituales y mentales; lo que hay en mí y que me aleja de tales realidades divinas debe tener su fuente en las imperfecciones de mi ser, puesto que no solo soy una cosa que piensa, sino que también estoy atado a una corporalidad, a la materia, que, en cuanto “res extensa”, participa de la privación y el límite propio a los sentidos.

Por esta razón, nos dice René Descartes en su cuarta meditación, la imperfección ocurre del lado humano y no del divino. Así, aunque desde el punto de vista de Dios estoy llamado a la perfección en donde no hay ningún motivo a error o a engaño sino a la verdad; desde el punto de vista humano, en la medida en que mi capacidad de pensar, de realizar juicios verdaderos, está gobernada por la sombra que emana del no-ser, de la nada, soy conducido al error y al engaño y puedo conducir a otros, alejándolo de la verdad.

En el esquema dualista de Descartes, el conocimiento que conduce a la verdad se origina en la facultad propia para el mismo, esto es el entendimiento; pero el error proviene de los excesos de la voluntad al pretender elegir lo que escapa a su objetivo. De este modo, a la gran claridad de pensamiento puede seguirle una gran inclinación de la voluntad que conduce a error y engaño. Así para Descartes, resumiendo en su pensamiento la doctrina de la falsedad o el origen del error de Francisco Suárez, el error o el engaño está en el mal uso del libre arbitrio y no en la facultad juzgadora, dada por el creador a sus creaturas.

¿De qué manera estos días han sido cartesianos? Las posiciones dualistas solo conducen a esquemas interpretativos en que la capacidad de entendimiento está limitada a lo que refiere el esquema adoptado. En este sentido, la fuerza de la voluntad se impone sobre la claridad a la que puede conducir el entendimiento por razones ya que de lo que se trata, en última instancia, es de someter el libre arbitrio de otros a la determinación fijada previamente. Aquí es cuando reina lo arbitrario y no la libertad que brinda la capacidad de juzgar por sí mismo.

El genio maligno de Descartes, o el “ángel del mal” de Suárez, está en la imposición arbitraria de los juicios propios que, en su defecto, pueden estar construidos como excesos de la voluntad y no cimentados en el entendimiento que juzga desde la evidencia. El resultado final será una polarización inerte, fútil, que solo tiene como forma de expresión las falacias y sofismas o, en su forma más burda, la denostación del otro.

El genio maligno cartesiano no es la personificación de fuerzas oscuras que gobiernan en las sombras como tampoco el chiflado ser del imaginario medieval. Está en el orden de las convicciones propias que no se adecentan y purifican bajo las facultades. El genio maligno es la defensa a ciegas del error que emana de la poderosa voluntad que se impone al entendimiento.