En aquellos tiempos un carro de fuego surcó la calzada rumbo a  la Ciudad Santa. Sus ocupantes, cuatro ángeles y una diabla, volvían de un ágape. Era madrugada cerrada. Detrás, a diestra, una moza angelical cuyos  gruesos espejuelos la ayudaban  a escoger siempre el camino recto; a siniestra un santo cuyo único vicio era el exceso de virtudes; al centro, una bucólica diabla con cara y cuerpo de arrepentimiento. Delante, el chofer y el que iba a su lado, eran tan flacos como San Antonio el Ermitaño. Ambos eran también santos, si se exceptuaba el noveno mandamiento (“No consentirás pensamientos ni deseos impuros”) o se consideraba solo el quinto (“No cometerás actos impuros”). Para su suerte o su desgracia, su reincidencia en la violación del noveno no se materializaba en la violación del quinto.

La noche era tan negra como antes del “Fiat lux”. Solo a lo lejos se veían las luces del templo de Salomón. El silencio era tan ortodoxo como el que guardan las devotas el día de la muerte de nuestro Señor.

Entonces las fauces de la diabla se abrieron y su lengua viperina lanzó:

“Cualquiera se tira a estos tres hombres”.

Silencio.

El chofer miró por el retrovisor la mirada fornicadora de la diabla y la reprobadora de los dos santos. Luego miró a su copiloto, y se vio como en un espejo: Sus caras eran la cara de la lujuria. Solamente la presencia del santo varón impidió que aceptaran la invitación de esa Herodías cibaeña.

La santa y la diabla se bajaron frente a la mata de mango ardiente; el santo, frente a su iglesia. Los fallidos pecadores se fueron a las suyas y honraron a Onán, cada uno en su sacristía.

Esta historia pasó hace siglos.

La santa de los espejuelos se estrelló en el pavimento cuando porque no vio que sus alas nuevas eran made in China.

El santo varón siguió predicando el buen ejemplo, pero en lo adelante le hicieron menos caso que a Job en Sodoma.

Los dos santos que no lograron nunca descarriarse siguen, como dijo el Santo Daniel, “sin ver a Linda”.

Y la diabla, con la que siempre sueñan, se mudó a Nínive donde conoció a todo el mundo, bíblicamente, por supuesto.