Todos somos damnificados. De nuevo volvemos a la idea de que somos una gran familia universal.

No nos tiran botellitas de agua -como Trump en Puerto Rico- pero el nuevo marketing en tiempos pandémicos ha descubierto el arte del regalo, las donaciones, el compartir: se "liberan" libros, aplicaciones para que toques sintetizadores o tamboras en tu android, entre un larguísimo etcétera.

Lo veo bien en general. Algo es algo. Sin embargo, a lo que siempre vuelvo: la falta de bondad en nuestras estructuras adn-icas sociales, el siempre estar sumergidos casi hasta el tope en la vorágine para que aparezca alguna luz salvadora. No podremos cambiar la situación. Pero sí valdría la pena ir aprendiendo: a pensar en lo más pequeño, cercano y anónimo.

Celebramos que en Italia los vecinos toquen panderetas y recuperen arias pavaróticcas de balcón a balcón. Perfecto. El coro siempre motiva. Me muero por cantar en uno pero que no me oigan, plís. Siempre he admirado esa sensación sensibilidad ante los actos de comunidad en Europa, esa alegría de la gente disfrutando a Bach o Mozart en el Pont Vechio, en la Rue de Sain-Michel, bajando por la Haeckescher Markt o en la Puerta del Sol. Tal vez algunos copiones en el polígono harán lo mismo con algún tema de Juan Luis a todo volumen, si no es que aparte de café, seguimos esperando que lluevan otras cosas.

De todos modos, sigo insistiendo en que sólo lo que no tenga foco ni titulares será realmente lo hermoso que podremos disfrutar. Así, sin testigos. A veces los testigos dañan los perfectos crímenes del cariño verdadero. Pero en tiempos donde cada persona es un reportero y el clic no puede sustraerse a la sensación de rodar en la masa y lanzarse a las redes sociales somos una hormiga al hormiguero, ¡qué le haremos!

Estamos en casa. Trabajamos, cocinamos, si es que el ajo en pasta no escasea o el sazón líquido; pensamos, hablamos, pero al final estamos en casa. Y de castigo para la mayoría. Enfrentamos palabras que hacía tiempo habíamos desahuciado y que de repente están ahí, en la mesa, como aquella cucharita que robamos de un vuelo de Iberia y que nos trae tantos recuerdos. Vivimos instantes vallejianos, machadianos, miguel-hernandianos, borgesianos. ¡Oímos a Mercedes Sosa! ¡Y hasta Sabina se hace soportable! Y por suerte que Rosalina Perdomo cumplió años antes de la catástrofe y pudimos cantar entre todos que "tu nombre me sabe a yerba". Incluso, ayudamos a Freddy Ginebra en su permanente ruptura de récords de abrazo ofreciéndoles el no sé cuánto millones. Nos vimos. Celebramos. Se cerraron algunos telones sin embargo. El techo se nos corrió. Ahora nuestras almohadas se nos pegan más. Las sábanas casi son parte de la piel y habrá más tiempo para el café, para untar el pan con mantequilla, para ver qué taza hacía tiempo no usábamos y estará de vuelta la tía con la que hace añales no hablamos y sí, tendremos que cuidar de los viejos.

Hay momentos posibles para Kurosawa, para Woody Allen o para acabar algunos cuentos de algún escritor español de moda recomendado por una amiga que no está tan de moda -¿se contagió fulanita?- o para llamarte.

Sí: te llamaré, seguramente.

Y si no, seguiré estornudando desde mi azotea particular hasta que se me quite.

O quién sabe.