“La principal consecuencia que el clientelismo tiene en la vida de los ciudadanos es que el acceso a determinados recursos es controlado por una serie de patrones, cuya condición viene determinada por tratarse de políticos, detentadores de poder económico o ambas cosas a la vez, que reparten dádivas a sus clientes a cambio de su apoyo”- César García, profesor en la Universidad Pública del Estado de Washington.

El modelo de sistema político que hoy tenemos incorporó, de manera imperceptible y gradualmente, una gran parte de la herencia del pasado. Fue un proceso largo y accidentado, con las interrupciones provocadas por la propia lógica de este proceso. Esa herencia, esa pesada carga atávica, definió la configuración del Estado actual como sistema político en todas las líneas de sus herramientas y capacidades de adaptación, objetivos, integración (mantenimiento de la coherencia del sistema), fuerzas motrices de motivación, condicionamientos de las interacciones políticas y autoridad del poder legitimado, entre otros elementos cruciales.

Poniendo el omnipresente (global) fenómeno del clientelismo en esta perspectiva, resultaría fácil concluir que lo importante no es ya su caracterización, la cual cuenta con abundantes e interesantes versiones en la producción sociológica y económica de los últimos años, sino responder, en el caso dominicano, por qué logró convertirse en el soporte decisivo del sistema político. Encontramos así un conjunto de factores generadores de clientelismo que al mismo tiempo juegan el rol de fuerzas motrices de su reproducción sistémica.

El caudillismo histórico, digno de mejor suerte en los tratados especializados dominicanos. Las características del mismo proceso de acumulación capitalista, deformado, espurio, reactivo y con escasa capacidad de adaptación por propio esfuerzo. La permanencia forzosa de los sobrecostos económicos y de un enorme gasto tributario como condiciones de supervivencia empresarial. La exacerbación de las desigualdades económicas y pobreza general y extrema, fenómenos que subyacen en la lógica de ese patrón de acumulación capitalista, ahora con ribetes netamente delictivos crudamente evidenciados en las administraciones de Danilo Medina.

También cuentan los contrastes y fenómenos estructurales de vieja data y la configuración sobre todo este tejido de estamentos empresariales sin “enraizamiento nacional”, capacidad real de amplias concertaciones estratégicas para el desarrollo y apego efectivo alguno a lo que llamaríamos innovación industrial reconstructiva.

Como resultado estamos frente a una dinámica sociopolítica destructiva, la cual no deja de evidenciar grandes avances materiales en el terreno de una creciente pobreza espiritual de la sociedad. En ella el fenómeno del sistema político del clientelismo ha sido y es altamente funcional para los sectores dominantes que hoy, además, tienen capturado al Estado en dimensiones cruciales insospechadas.

A él debemos tanto la muy vulnerable estabilidad que disfrutamos como la integración clientelar de la población a la funcionalidad estatal y paraestatal. Es, entre otras cosas, un excelente sistema cuasi legitimado de amortiguación de potenciales o reales conflictos, de mitigación de las flaquezas de la gobernanza política y de canalización de favores que son derechos.

Estos tiempos pandémicos ponen en evidencia las debilidades de tal sistema. En efecto, el covid-19 saca a flote la enorme vulnerabilidad de la tan pregonada estabilidad macroeconómica. Las profundas deficiencias del aparato productivo poco competitivo, acostumbrado a generar altos beneficios gracias a los privilegios y permisibilidad corruptora del clientelismo en las decisiones oficiales. Los peligros del gasto irracional y del endeudamiento excesivo. La consolidación del sistema clientelar como uno de los grandes ganadores.

No cabe duda de que el sistema político clientelar implantado no solo alimentó con mucho veneno la democracia, influyendo de manera decisiva en el fortalecimiento de su entramado oculto actual, sino que también desprestigió al régimen y debilitó al Estado.  Empolló su propia racionalidad con un balance del cociente costo-beneficio en crecimiento. En general, no ha trascendido la mera legitimidad de la representación electoral.

Su estabilidad es egoísta: no llega al conjunto de la sociedad con beneficios que impacten favorablemente el hacinamiento urbano, la oferta de empleo, el acceso universal a las nuevas tecnologías, la alimentación apropiada y segura, el derecho a una vivienda decente, la educación de calidad, la cohesión y fortalezas de la familia, la informalidad y el desamparo social integral.

El presidente Luis Abinader se encuentra terriblemente atrapado en las tenazas vivas de este someramente descrito sistema clientelar, del que algunos de sus actuales compañeros o sus ancestros fueron creativos diseñadores. Enfrenta los reclamos de empleos en el Estado (¿en qué otra parte podrían reclamarlos?) de sus seguidores. ¡Sus partidarios quieren que le paguen ya el favor a expensas de la calidad de la Administración!

No obstante, eso que piden las voces de sus votos –empleos en la Administración-, es difícil no satisfacer sin romper con la lógica, dinámica y cultura clientelar (anti institucional) sembradas desde la Primera República y profundizada por la modernidad democrática post Trujillo.

“Represento a todos los dominicanos y el Estado no es un botín”. La realidad es que, hasta el momento, los presidentes solo teóricamente han representado a todos los ciudadanos y, de hecho, el Estado nunca ha dejado de ser un rico espacio de oportunidades para el pillaje que, en cada caso, articulan sabiamente los partidos vencedores en las elecciones.

Hasta ahora, los famosos 100 días transcurren con las alforjas muy cargadas de esperanzadoras promesas. Mientras, los ministros ven los parqueos de sus edificios sobrecargados de compañeros con folder amarillos. Les deseamos éxitos y avances tangibles al presidente Abinader. Que logré consolidar una mirada nacional sabiamente unificada al oscuro horizonte que se vislumbra en la lejanía impredecible.