Todo verdadero liberal es extremadamente escéptico y desconfiado frente a los poderes excepcionales de las autoridades. Y es que, así como la discrecionalidad de la Administración es considerada, como bien afirmaba Hans Huber, el caballo de Troya del Estado de Derecho, puede afirmarse también que la historia del constitucionalismo no es más que la del denodado esfuerzo de domesticar el Leviatán del Estado ante las situaciones de crisis mediante la reglamentación de las situaciones de anormalidad constitucional y el encuadramiento jurídico-constitucional de las potestades extraordinarias en las situaciones de excepción. Por esa histórica desconfianza liberal respecto a los estados de excepción los constituyentes históricamente han fluctuado entre no reglamentar constitucionalmente dichos estados -para no dar excusa al poder ejecutivo de gobernar con potestades excepcionales en situaciones ordinarias- y reglamentar los mismos -como ocurre con la mayoría de las constituciones contemporáneas, incluyendo la dominicana.
Es en vista de lo anterior que no hay que sorprenderse de que algunos políticos y juristas, no necesariamente por puros intereses políticos, desconfiaran de la necesidad de declarar un Estado de Emergencia para enfrentar la gravísima pandemia del coronavirus. Y es que en la historia constitucional dominicana, pese a que se ha gobernado de facto con poderes excepcionales durante gran parte de la misma, se pueden contar con los dedos de una mano y sobran las ocasiones en las que se ha declarado formalmente un estado de excepción, salvo las veces que los presidentes dominicanos hicieron uso del infame artículo 210 de la Constitución de 1844 y sus sucedáneos, contrario a Colombia que durante más de 7 décadas estuvo gobernada en parte de su territorio bajo formalizados estados de excepción. Algunos hemos incluso sostenido que el coronavirus podía enfrentarse con las potestades ordinarias que las leyes conceden a la Administración, aunque hoy hay que reconocer, tomando en consideración la más reciente evolución de la pandemia y la reacción frente a la misma de los gobiernos del mundo vía sus poderes de emergencia, que la restricción de las libertades que requiere enfrentar el coronavirus solo puede hacerse válida y eficazmente si hay una declaratoria de un estado de emergencia. Se ha temido el abuso de las potestades extraordinarias en época electoral, pero ese temor comienza a desaparecer por el amplio y firme apoyo de la sociedad entera, del principal partido de oposición y de la gran mayoría de los partidos a esta declaratoria, en una circunstancia que amerita que todas las fuerzas políticas y sociales de la nación se unan en un propósito común: derrotar el coronavirus, proteger a los pacientes, a los pobres y a los vulnerables y poder activar de nuevo el sistema económico tras el coma inducido de la cuarentena, el cierre de empresas y el resto de medidas excepcionales.
Enfrentar el coronavirus mediante los poderes excepcionales de emergencia y efectuar elecciones congresuales libres y transparentes en medio de la desconfianza creada por la suspensión de las elecciones municipales de febrero -que comenzó a despejarse solo tras la exitosa celebración de las elecciones del pasado 15 de marzo- es un reto de una envergadura tal que solo se asemeja a reparar sin dejar de navegar un barco que ha sido golpeado en la línea de flotación. Las restricciones temporales y proporcionadas a las libertades de reunión y de transito deben ser compensadas con un amplio, libre y plural acceso de todos los partidos a los medios de comunicación que permita a estos realizar su campaña electoral en equidad e igualdad de condiciones. La realización de debates públicos de los candidatos debe elevar el nivel de la campaña, con la suerte de que las políticas públicas frente al coronavirus poco a poco ya integran lo que John Rawls llama un "consenso superpuesto" que es nacional y global, aunque -al margen de que todos somos keynesianos en épocas de crisis- permanecerá la disputa de cómo debe distribuirse la carga social y económica de la pandemia. El control jurisdiccional de los actos adoptados por las autoridades durante la emergencia y, en específico, las garantías jurisdiccionales fundamentales no pueden ser suspendidas por mandato constitucional y de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, por lo que urge que el Poder Judicial, sin perjuicio de la suspensión de las audiencias ordinarias, habilite ya los jueces de garantía que puedan -aparte de la tutela del Tribunal Superior Electoral- proveer amparo en todas las materias, para así tutelar efectivamente los derechos de las personas, que son el centro de la acción administrativa del Estado.