Desde el derrocamiento de la tiranía, los gobiernos democráticos que hemos tenido han sido hijos del clima de libertad en la que crecieron y se formaron la mayoría de los funcionarios que los han integrado. Por tal razón, el derecho a la libre expresión del pensamiento en un ambiente de plena seguridad es uno de los compromisos más firmes que esta sociedad ha asumido a lo largo de todo ese tiempo, y un gobernante democrático debe ser garante obligado del respeto de ese y de los demás derechos ciudadanos consagrados no sólo en nuestra Carta Magna sino en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a mi juicio uno de los frutos más hermosos de la inteligencia humana.
El país entiende que un gobierno surgido de elecciones jamás debe consentir, y mucho menos auspiciar, acciones que perturben ese clima de libertad por la que hemos luchado tanto y tiene además el compromiso de adoptar cuantas medidas sean necesarias para evitarlas.
Un buen gobernante es respetuoso de las críticas que se escuchan contra las políticas del gobierno y el presidente de la República está supuesto a recibirlas con un espíritu democrático, consciente de que muchas de ellas se inspiran en el deseo de fortalecer el clima de convivencia que la nación necesita, porque es inconcebible la preservación de los valores que sustentan el sistema que nos rige sin un clima de total y libre disidencia.
Con frecuencia muchas de esas críticas deben haber hecho reflexionar a más de un presidente y si los han guiado sentimientos democráticos en el fondo del corazón deben haberlas agradecido.
La pluralidad de opiniones y no la unanimidad es el concepto que guía las acciones de un mandatario comprometido con la libertad de sus conciudadanos y el sistema democrático. Y es el en el diario quehacer político, en la dura cotidianidad, donde debe demostrarlo.