(Según el libro de Fernando Conde Torrens)

21. Era regla general que cuando un antiguo cónsul de la república, un César o un Augusto del Imperio debía, por razones de Estado, concertar alianzas políticas con un amigo o un adversario, repudiara a su legítima esposa y se casara con una hija o hermana de ese amigo o adversario y viceversa.

Es en este contexto donde Constancio, padre de Constantino, le da el segundo consejo a su hijo: “Es posible que debas desposar a una hija o una hermana de tu Augusto, como hice yo. Tu corazón deberá plegarse a las prioridades de tu vida, de tu destino. No lo dudes ni un instante.” (Año 303, 205). Aunque Constancio repudió a Elena, esta conservó el título de Augusta. Lo mismo haría Constantino, al repudiar a su primera esposa, Minervina, para casarse con Fausta, la hija del Augusto Maximiano con el objetivo de sellar una alianza política.

22. En efecto, para fortalecer y sellar la alianza entre el Augusto de las Galias, Constancio, y el Augusto de la prefectura de Italia, Maximiano, Diocleciano, Augusto Máximo del Imperio, favoreció el hecho de que Constancio repudiara a su primera esposa, Elena, madre de Constantino, y se casara con Teodosia, hija de Maximiamo, con la cual engendró los siguientes hijos, hermanastros de Constantino: Dalmacio, Julio Constancio, Anibaliano, Constancia, Anastasia y Eutropia (Año 303, 235). De esa manera Diocleciano solidificó el mando único como emperador de Roma y pudo llevar a cabo las reformas que aseguraron la precaria unidad del Imperio frente a la crisis del modo de producción esclavista y el colapso financiero que ya asomaba con su cabeza indetenible hasta el colapso final en el año 476.

Constancio evacua el tercer consejo a su hijo: “Esto –la historia del repudio a su esposa Elena– me recuerda otro aspecto que quería tocar en esta charla: El mundo que te va a tocar vivir es un mundo duro. Fíate de muy pocos hombres. Pero no confíes en lo que te diga, o pida, ninguna mujer. Ya te he dicho cómo deben ser los hombres que te pueden ayudar. Las mujeres… son otra cosa. Ellas son débiles por naturaleza y en ellas habla el corazón. Los dioses quisieron que ellas nos llevaran en su seno, nos alimentaran, y nos cuidaran cuando éramos niños. Y es una noble tarea. Por eso les dieron un corazón blando, capaz de dar cariño. Esa es su misión. Por eso no deben intervenir en los asuntos de los hombres. Y gobernar es cosa de hombres. Los temas de gobierno no los trates con la que es hoy, o será mañana, tu esposa. Te complicarás la vida más de lo debido. No se puede gobernar con el corazón. Hay que hacerlo con frialdad: recuerda, guardando un equilibrio entre magnanimidad y dureza. Y una mujer no entenderá nunca esa dureza, tan necesaria para gobernar.” (Año 303, 206).

23. Es claro y creo que no merece ninguna aclaración este concepto acerca del rol de la mujer en el contexto del Imperio Romano. Está codificado en el Derecho romano y tanto las autoridades como los particulares asumían y llevaban a la práctica esta ideología, la cual está bien estudiada en el libro de Antonio Gil Ambrona Historia de la violencia contra las mujeres. Misoginia y conflicto matrimonial en España. Madrid: Cátedra, 2008. Sin embargo, esta ideología, a través de las luchas feministas, comenzó a cambiar a finales del siglo XX y el XXI cuando varias mujeres ganaron en elecciones los cargos de Primera Ministra o Presidenta de República. Lo que no sabemos, en virtud del precepto constitucional de la indelegabilidad del poder que rige las democracias representativas donde gobernaron Golda Meier, Indira Gandhi, Simarivo Bundaranaike, Margaret Tatcher, Teresa May,  Cristina Fernández de Kichner, Lidia Geiler, Isabel Arteaga Serrano, Mireya Moscoso, Michelle Bachelet, Dilma Rousseff, Laura Chinchilla Medina  y gobierna, en el presente, Ángela Merkel, es si estas mujeres consultaron con los maridos todas las decisiones políticas que adoptaron o las que van a adoptar en el curso de su respectivo mandato. (Isabel Martínez de Perón, Violeta Chamorro y Corazón Aquino, muerto antes su respectivo esposo, no pudieron consultarle).

He aquí el cuarto consejo, relacionado con los aliados extranjeros, que Constancia le ofrece a su hijo: “Una última indicación. Ayer se nos unió mi viejo amigo Crocus. En su lengua le llaman Eroc, pero nuestros hombres lo empezaron a llamar Crocus, que es el nombre romano de una hierba silvestre, y él lo aceptó gustoso. Debes conocer su historia. Crocus es el hijo mayor de Gundemaro, un viejo aliado de Roma en la frontera germana. Gundemaro nos avisó de una rebelión que se estaba forjando entre sus vecinos y nos evitó muchas pérdidas y quebraderos de cabeza. Murió en una emboscada de tribus rivales y le sucedió Crocus, que ha mantenido el pacto que su padre suscribió con nosotros. Ha hecho más (…) Y él y una gran parte de su tribu se han enrolado como tropas auxiliares. Lo hizo en Germania y ahora ha querido venir a ayudarnos. Trae a sus mejores arqueros; empléalos. Andamos escasos de ellos. Trátale como yo le trataría. Sé cortés con él. Preséntalo a los generales y tribunos y dale muestras de deferencia, sin que ello te indisponga con tus inmediatos colaboradores. Ya me entiendes…” (Ibíd.)

El quinto consejo tiene que ver con la observancia de la ley por encima de cualquier circunstancia: “No me hace falta recordarte tu promesa de vivir dentro de la legalidad sucesoria, sometiéndote a las reglas que dictó el Augusto Diocleciano.” (Ibíd.)

24. Hay un sexto consejo que Constancio no le ofreció a su hijo Constantino y es el que radicaba en la observancia del protocolo de seguridad de la persona de Diocleciano y que este adoptó ante los continuos asesinatos de emperadores y generales usurpadores del título de emperador. Constantino siguió al pie de la letra este protocolo de seguridad, descrito durante la visita de Lactancio a Diocleciano. Hay que decir que este protocolo fue copiado del observado por el rey de los persas, pero que también es exactamente el mismo que adoptaron los jefes de las aristocracias militares inca y azteca.

25. Roma fue, no se olvide, en la república y el Imperio, una aristocracia militar en la que el mérito en el campo de batalla decidía el derecho a sucesión, aunque a veces esta regla no se cumplía, lo cual traía desastrosas consecuencias políticas: “Tres días después de su llegada y con sus mejores galas –ahora se alegraba de haber traído tanto equipaje– fue recibido por el Canciller Imperial. Él le indicó los formalismos a seguir en su inmediata entrevista. Cuando le franquearan la puerta, caminaría hacia el sitial del Emperador mirando al suelo. Cuando llegara a la línea azul, se arrodillaría, tocaría tres veces el suelo con la cabeza, y seguiría arrodillado (…) El Emperador, o un oficial de rango, le indicarían que se levantase. Puesto en pie, debía exponer su petición, con sencillez y brevedad. Le llamaría Dóminus (Señor), no Emperador, ni Augusto, solo Dóminus. Al hablar nunca miraría su rostro, sino sus manos. Sus manos le indicarían cuándo debía hablar y cuándo callar. (…) Una clara señal le diría cuándo debía retirarse. Debía arrodillarse de nuevo, postrarse tres veces, agradecer al Emperador por la audiencia, levantarse y retroceder hacia la puerta, sin volver nunca la espalda al sagrado Augusto. Una cenefa azul en el mosaico del suelo le diría cuándo estaba ya junto a la puerta. Un guardia estaría allí para abrírsela.” (Año 303, 26).

De esta manera, era imposible llevar a cabo ningún atentado en contra del Inca, el tlatoani o el emperador romano  Constancio le informa a su hijo Constantino acerca de los consejos que recibió de Diocleciano: “Diocleciano no era una persona con gran cultura. Sin embargo, de Historia del Imperio lo sabía casi todo. O al menos, mucho. Nos comentó a Galerio y a mí que la seguridad de los Emperadores se había reducido de manera notable, desgraciadamente para Roma, por el continuo trato que tenían con sus generales (…) Legados de cualquier Legión, con seis mil hombres a su mando, se entrevistaban con el Emperador, a solas los dos, bien en su tienda, o bien en lugares improvisados, entre unas tiendas, en víspera de una batalla. Y, si acaso ambicionaban la púrpura, impunemente, lo asesinaban. Y su Legión, entusiasmada, le proclamaba nuevo Augusto. Calígula fue asesinado así, en un pasillo, cuando estaba solo. Para que esto no se repita jamás, nos dio Diocleciano reglas a seguir de manera tajante, absolutamente siempre. (…) Habrá doble número de hombres armados, de plena confianza, que los visitantes que el Emperador reciba. Y los visitantes serán previamente desarmados por quien concede la audiencia. Así, si ocultan algún arma, serán dagas, que precisarán el contacto directo con el Augusto, hecho que la guardia presente no permitirá. Los visitantes jamás se acercarán al Emperador, estarán siempre a distancia, en un nivel inferior. Cada soldado que custodie al Augusto irá armado, además del armamento habitual, con un pilum arrojadizo, y practicará diariamente con tal arma.” (Año 303, 139).

Y un consejo de Diocleciano a Constancio fue que haya varios oficiales de gran confianza en el despacho del Emperador cuando trabaja, de modo que cada cual vigila al otro: “Para el gobierno del territorio del Imperio a él confiado, cada Emperador trabajará cotidianamente con dos o tres altos oficiales de su plena confianza. Estos transmitirán las órdenes recibidas a otro escalón inferior. Con ello, la integridad del Emperador quedará a salvo, tema imprescindible para la buena marcha del imperio.” (Ibíd.).

En cuanto a la intimidad, con nadie tendrá trato el gobernante, como lo dice Maquiavelo y lo repite Gracián en su Arte de la prudencia: “En la línea de eliminar la familiaridad entre el Emperador y el resto de los hombres, en las audiencias y en los actos públicos, el Augusto y sus Césares evitarán todo contacto con el resto de ciudadanos del Imperio. Mediante un estricto protocolo en las audiencias, previendo las distancias en los desfiles, de modo que el Emperador se muestra distante, lejano e inasequible, al modo de los dioses (…) La confianza que diera el trato en el pasado deberá suplirse por el respeto y la veneración. Porque ambas favorecen la seguridad de los Césares y Augustos. Los veinte años que Diocleciano ha gobernado sin atentados, son prueba de que estas medidas son acertadas.” (Ibíd.)

Constancio brindará otros consejos importantísimos a Constantino para que, llegado el caso en que supone deba sucederle en el mando, sepa cómo gobernar.