A los cincuenta años de su muerte, Ramón Benitez recordó aquellos taciturnos meses de 1966 que convergieron en los obscuros días de enero. Mientras se tomaba un té verde sentado junto a la ventana del Café Slavia en Praga, contemplaba como los cisnes debajo del puente Carlos IV se ovillaban en la penumbra que abruma el castillo de Hradcany durante los ateridos atardeceres, cuando la espesa neblina emergía del río Moldava. Ramón Benitez soñaba, pero sus pasos aún escarbaban el desvelo sosegado del náufrago en la víspera de su ocaso.

  

 

 

 

 

 

 

 

 

“Praga no lo suelta a uno; tiene garras, y si alguien quisiera liberarse de esta ciudad tendría que prenderle fuego “, escribía Franz Kafka medio siglo antes.

Ciertamente, Praga está habitada por fantasmas. Ramón Benitez se despojó de su otro yo. Lo escondió en el escaparate del silencio y en los prolijos anocheceres de la insólita ciudad de su consciencia.

En la insoportable frontera de su ser renunció a su melena castaña y a sus imperiosos gestos. Colocó dentro sus maxilares una prótesis para deformar las fauces de su rostro y andar en zapatos de tacos bajos para disminuir la talla. Desde las selvas del África Ecuatorial arribó a estas tierras frías de Europa Central. Llegó enfermo, escuálido, desgastado, famélico y desilusionado de la utopía que aventuran a los pueblos urdir un destino de justicia y libertad.

A una década al final del milenio Praga dejaría de ser la misma, salvo el café Slavia que por unos años más seguía siendo nuestra segunda aula universitaria. A menudo me preguntaba: ¿En cuál de estas sillas se sentaba el “yo incógnito” de Ramón Benitez? ¿En cuál de estas mesas desmenuzaba esas quimeras que lo convertirían en el icono de la rebeldía del siglo? ¿En cuál de los azulejos se afligían las cenizas de su pipa o a quién se deleitaba con el aromático tabaco holandés que fumaba?

Había transcurrido un año de su muerte y, allí en el café Slavia, la sombra de su espíritu errante conversaba con Jean Paul Sartre, con Simone de Beauvoir, con Roque Dalton, con Milán Kundera, con Julio Cortázar, con Carlos Fuentes, con García Márquez; y también con nosotros dos décadas después. Quizás tanto ellos como nosotros, sin saberlo discurrimos nuestras huellas por esos mismos peldaños. Probablemente, se detuvieron en la esquina de la Avenida Nacional frente al teatro para cruzar hacia el otro lado de la calle, donde los raíles se esparcen como arterias urbanas acompasando a los tranvías y a los adoquines en hormigüelas. Pero había una diferencia, ellos y nosotros sí estuvimos con nuestras propias igualdades; Ramón Benitez no. Sólo una furtiva omnipresencia de su ser quedó vertida en la apátrida alma de su proeza.

Ramón Benitez burlaba en esquivas a los vigías. La KGB le perseguía día y noche hasta el umbral de su puerta en el condado de Ladvi. Se les esfumaba a escondida detrás de la máscara de un comerciante uruguayo para llegar al Café Slavia. Posiblemente algo mejor no le pudo ocurrir en Praga, para ahuyentar el espectro fatamorgana que le acosaba, que una fortuita conversación con estudiantes checos de hispanística sobre el socialismo real o sobre las amenazas de la guerra fría.

Pronuncia usted el español sin ningún acento. ¿De dónde viene? – preguntaba Jana.

¿Qué hace usted por estos lares del mundo? – interpelaba Stepanek.

Soy comerciante. Vendo madera para la fabricación de muebles – Mentía Ramón Benitez con la adiestrada naturalidad.

¿Conocen ustedes España ó Latinoamérica? – les preguntaba Ramón Benitez a los jóvenes estudiantes.

…No, no podemos viajar. Es prohibido viajar al capitalismo. En América sólo podemos viajar a Cuba. – comentaba Honza.

¡Estuvimos en Cuba! – exclamaba Stepanek.

Nos gustó Cuba, las playas, el calor, el ron, las mulatas – Añadía Honza.

¡Pero como aquí el comunismo en Checoslovaquia es una mierda, igual en Alemania Oriental, en Hungría ó en Cuba, es otra gran mierda! ¡Todo está dirigido por los soviéticos, todos tenemos que obedecerles, hacer lo que ellos dictan! –reprochaba Jana.

A mí no me interesa la política, ¿pero no les parece a ustedes que la Revolución Cubana ha logrado grandes conquistas en comparación a otros países latinoamericanos? – les preguntaba Ramón Benitez.

– Dónde en Cuba? Pero si todo lo que tienen se los hemos dado nosotros. Aquí se trabajan horas extras para mantenerlos. Los cubanos en Cuba sólo trabajan cuando mueven el culo al ritmo de Son ó del Cha cha cha. Aquí no hay vida, la vida está en otra parte. ¿Por qué no nos cuenta usted sobre la vida en Occidente? – se burlaba Jana y sus compañeros se reían.

Ramón Benitez disimulaba una sonrisa, pues el comentario no le parecía gracioso. Para cambiar el tema sacó de su bolsillo un plano de la ciudad y les preguntó a los estudiantes: ¿Dónde está la casa de nacimiento de Franz Kafka? – Ramón Benitez se marchaba y los jóvenes se despedían invitándolo a un próximo encuentro.

Siempre venimos aquí, al Slavia, todos los martes y jueves por la tarde. Hasta luego – Se despedían los universitarios sin la menor idea con quien realmente conversaron.

A un próximo encuentro Ramón Benitez no llegó. Partió hacia Zúrich en escabullida con su falso pasaporte para internarse en la selva boliviana. Su melena castaña enterneció su rostro, su barba creció igual como las llevaban los sirios cristianos de Kerala. Con una estrella en la boina, con una mirada ensoñada y diáfana. En su mochila algunos libros, un fusil en la mano y un bolígrafo para no olvidar contarnos su historia. Ramón Benitez había retornado a su verdadero yo, a su verdadero nombre y a su verdadero ser: Comandante Ernesto “Che” Guevara.

(De los “Cuadernos del Che en Praga”).