Si algún beneficio marginal ha reportado el envío al Centro de Corrección de Najayo por razones de seguridad de los imputados en el expediente de la Odebrecht sobre los que el magistrado instructor, Francisco Ortega Polanco, dictó distintas medidas de coerción, y la posibilidad de que los mismos puedan disfrutar de privilegios y comodidades reñidas con las normas imperantes en el mismo, es el inusitado interés general que de pronto ha despertado el sistema carcelario nacional.

Gentes que en su vida habían mostrado la menor preocupación en ese sentido, hoy conocen del penoso estado de nuestras prisiones y las condiciones de hacinamiento, promiscuidad, violencia y precariedad en que se desenvuelve la vida de los reclusos dentro de las mismas.

Ahora es que se enteran  de que, como expresó  en un cintillo de portada, el Listín Diario, “a las cárceles no les cabe un reo más” y que veinte recintos superan su nivel de capacidad.  La tasa de hacinamiento,   según revela el crudo reportaje de la periodista Wanda Méndez,  supera el 85.7 por ciento.

¿Pero acaso esta situación no viene arrastrándose desde mucho antes?   ¿No es por muchos años que ocasionalmente algún que otro acontecimiento de cierta relevancia pública dentro de las prisiones, ya sea motín, fuga u otro evento, ha convertido en actualidad mediática la penosa condición del llamado sistema tradicional de prisión en oposición al nuevo modelo correccional?

El historial que arrastran los reclusorios todavía enmarcados en el modelo tradicional exhibe toda clase de anomalías, irregularidades, carencia y abusos. El listado, no excluyente, resulta agotador: entrada ilegal de drogas, alcohol, celulares, prostitutas y armas; pandillas dominando la vida carcelaria con más poder que los propios custodios, en ciertos casos cómplices y al servicio de las mismas; asesinatos a la orden, dentro y fuera de las rejas;  violaciones masivas; capos manejando sus negocios turbios desde el interior de la cárcel; compra de los mejores espacios; celdas habilitadas y dotadas a gusto de elementos pudientes; abusos y atropellos; enfermos aquejados de dolencias graves sin recursos, que quedan abandonados a su suerte; enfrentamientos entre grupos y bandas con cuchillos, punzones, cadenas, y en ocasiones, hasta armas de fuego y a veces escenario de sangrientos motines.   

Todo esto y mucho más ocurre en el Penal de La Victoria, buque insignia de todas las infamias de un sistema obsoleto y cavernario, propio del Medioevo, que alberga al menos tres veces más reclusos de los que debiera, con réplicas a menor escala, pero  arrastrando los mismos vicios,  en los demás recintos penitenciarios del viejo sistema en el resto de país.

Fue el nuevo modelo, prohijado por el retirado Cardenal López Rodríguez e impulsado en sus inicios por Roberto Santana, el que ha marcado la diferencia y posibilitado que el régimen penitenciario dominicano comience a convertirse en mecanismo de redención y reinserción social para aquellos reclusos con suficientes méritos y sincera intención de reajustar su conducta a las normas de pacífica y honrada convivencia social.   Ese modelo ha demostrado su eficacia.  El porciento de reincidencia es mínimo.  Y el mismo ha merecido amplio reconocimiento internacional, e inclusive servido de referente para su instalación en otros países.

Todavía falta, sin embargo, una buena andadura para la total transformación del régimen penitenciario nacional.  Y conveniente que la preocupación ciudadana se manifieste también de manera permanente  y no coyuntural, en este campo,  se mantenga al tanto de la penosa y vergonzosa situación de nuestras cárceles y brinde su respaldo a los esfuerzos y las inversiones que demanda esa transformación para que todas terminen integradas al nuevo modelo, salvo en aquellos casos que por extrema peligrosidad, obstinada reincidencia o irreversible psicopatía resulten de imposible rescate.