Vivía en una especie de ático improvisado arriba de una casa en la calle Paseo de los Indios esquina Fuerzas Armadas en El Millón. El lugar era excelente, especialmente después de que un vecino, por sugerencia de la Junta de Vecinos, se llevó un gallo madrugador llamado Hipólito para Los Mina. Una mata de mango gigante, que ofrecía mangos al alcance de mi mano y del pico de los pájaros, protegía mi habitación del sol. En las mañanas los pájaros trinaban picoteando la fruta mientras yo me daba una ducha cantando a sotto voce "Una furtiva lágrima".
Mi casera era una señora horrible con los cabellos rojos como una antorcha y una voz estridente de pava con gripe fuerte. Trataba de salir para el trabajo cuando ella terminaba de regar las cayenas amarillas, si le veía la cara en la mañana el día se me azaraba. Víctor Hugo era su hijo: camisas planchadas con almidón, pantalones con filos, zapatos brillosos, lisonjero, devoto de La Ilíada y La Odisea, léxico de erudito full de adjetivos, gestos de teatro, 46 años, desempleado. Nunca supe bien la historia de su derrota; deduje, por las indirectas que le flojaba doña Antorcha, cuando se cansaba de verlo el día entero sentado con la Ilíada en una cómoda mecedora de caoba, que la mujer lo dejó por un azuano y se fue a vivir para Azua de Compostela.
Cada vez que regresaba de trabajar uno de los dos me esperaba. Doña Antorcha me preguntaba por mi día y dejaba caer alguna indiscreción de una de las vecinas universitarias. No importaba que mi cara y mi actitud eran las de alguien que no le interesaba en lo más mínimo esa información: le trancaba la puerta en la cara. La necedad de Víctor Hugo era diferente. No le importaba lo que hacían las vecinas, a él le importan mis gastos fijos, deseaba que yo viviera en comfort bordeando la ilegalidad.
—Oh divino Dino, ¿cuánto usted desembolsa cada mes para pagar la inexistente electricidad? No maravilloso Aquiles, no, yo tengo un entrañable amigo que guarda un parentesco sanguíneo con un primo tercero que tiene una honesta tiendecita de telas y chucherías para famélicos en la astrosa calle Duarte con un inesperado cuñado que su ilustre hermano de crianza es supervisor de la Corporación Dominicana de Empresas Eléctricas Estatales, antigua CDE, ahora CDEEE, este Ulises de cables y alicates arregla y modifica levemente el hiperbólico contador por dos mil execrables pesitos, y esa odiosa factura mensual no subirá, jamás, de 500 pírricos pesitos, y no descubren este acto de justificada justicia, jamás, jamás…
—Oh divino Dino, ¿y usted desembolsa efectivo para pagar el cable? No, efebo oculto en el vientre de un corcel bancario, no, yo tengo una lujuriosa amiga que conoce al ligero jockey de un negro caballo llamado con incongruencia Conejo que le pertenece a la vasta finca de los señores Ramírez Fernández donde un enemigo efímero de una tía diabética que vive en Santurce y que se casó por interés de papeles legales residenciales con un delicado hijo de un misterioso señor que muchas veces bailó vals bajo los acordes románticos de la Santa Cecilia en el Jaragua con la dudosa abuela de un mal pago supervisor de Telecable Nacional que por dos mil miserables pesitos, este Arquímedes caribeño de las parábolas y diodos, arregla y modifica levemente la misteriosa cajita que milagrosamente brindará, para siempre, como una moderna esclava etíope, todos los canales premium con entretenimiento erótico adulto, o como lo conoce la reguetoniana plebe: Porno…
Un día llegué y era el turno de Víctor Hugo. De una vez noté que tenía algo especial que decirme. Sus movimientos eran de pavo real en acecho, miraba a todos lados como supongo lo hacen los más buscados por el FBI. Se acercó y, tratando de bajar la voz y contener sin éxito sus ademanes, me dijo:
—Oh divino Dino, yo sé que usted y su linaje no sienten atracción alguna por la lotería, que el azar de cien bolos numéricos previamente calibrados dando vueltas en una caprichosa tómbola y la ludopatía asiática le son indiferentes e inverosímiles, pero, y en esto, movido por el sentimiento fraternal que le profeso, estoy cometiendo una indiscreción profesional, un hermano putativo, o como lo conoce la merenguiana plebe, hermanastro, de una amiga de un admirable conocido que estudió conmigo detectivismo, fotografía y pendolismo por correspondencia en la Hemphill School es supervisor en la Lotería Nacional, una cosa segura, como su asesor de asuntos griegos le aconsejo que juegue el 28 para mañana, será el primer premio, ya yo jugué mil atónitos pesitos, una cosa segura, como la salida de Helios cada mañana, o como lo conoce la bachataniana plebe, el sol…
A mí me quedaban 500 pesos hasta el día 30. Esa es la clase de cosa que te hace cogerle mala voluntad a una criatura. Este griególoco me presentaba un dilema: A) jugaba lo que podía y corría el riesgo de perder; B) no jugaba y si salía el 28 me maldecía por no jugar y perder esa oportunidad. Le contesté cualquier cosa y subí a bañarme. Me acosté sin pensar mucho en el 28: Soñé que compraba unos zapatos que costaban 28 pesos y que el número de la tienda era 28 y que un mendigo con un antojo rojo en una mejilla me pedía 28 pesos para un derretido y una malta morena.
En el Banco lo comenté como un chiste, entre risas, advirtiendo del carácter fantasioso de Víctor Hugo a mis compañeros, aun así enviaron de una vez a Campuzano, el mensajero interno más viejo de la historia, a la Banca y yo mismo gasté 400 pesos en la quimera del 28.
Llegué de trabajar, le tocaba darme la bienvenida a doña Antorcha y su reporte de las actividades nocturnas de la universitaria en carros estacionados por horas frente a su ventana. "Y ese no era el carro del dique novio, porque el del dique novio e rojo y ete era gri, con ete mimo duró la otra madrugá do sora depidiéndose, parecían una sola persona gorda…"; traté de no cortarle los ojos y cerré la puerta. Me di una ducha, cené mangú con aceite verde y aguacate y esperé en pantaloncillos fumándome dos cigarrillos al mismo tiempo los cinco minutos de la suerte.
El sorteo empezó faltando 10 minutos para las 10. Después de un vocabulario de ristras, bolos, globos, notarios, testigos, acercaron a tres ciegos del Instituto de los Ciegos con innecesarias vendas negras y confusos guantes blancos, parecían víctimas de un fusilamiento, quienes tomaron los bolos de las tómbolas para garantizar la pulcritud de un sorteo tantas veces viciado: El tercer premio fue el 33, el segundo el 67 y el primer premio fue el 11.
No pasaron cinco minutos cuando tocaron mi puerta. Sabía que del otro lado estaba Víctor Hugo, camisa rosada planchada adecuada para este escenario de balconcito en una calle salpicada de pétalos amarillos. Abrí la puerta aguantando la respiración:
—Oh mi valiente y desafortunado Petroclo, nos pelamos, nos pe lamos, nos pe la mos, la esquiva Fortuna nos eludió en este aciago día, hay que continuar jugando el 28, seguro que sale el festivo domingo… en otro orden de ideas y cambiando bruscamente la línea de pensamiento, ¿podría usted, inmortal griego varado en una isla extraña, prestarme 300 míticos pesitos hasta el esperanzador domingo?
—El gran Patroclo ya no existe, pero el ruin Térsites vive aún —le contesté señalándolo, un chin satisfecho por haber usado esa memorable frase de Dostoievski. Acto seguido cerré la excluyente puerta sin atenuante consideración hacia su insignificante persona.
Esa noche decidí mudarme, me di cuenta de que ya estaba hablando como Víctor Hugo.