En mi artículo anterior reflexioné sobre uno de los signos distintivos de la Modernidad, la autonomía de la investigación científica de la naturaleza con respecto a los intentos de restricción desde una perspectiva religiosa. Hoy abordaré otro signo distintivo moderno: la separación entre la esfera privada y la esfera pública.

La esfera de lo público se refiere a lo que la filósofa Hannah Arendt (1906-1975) denominó, en La condición humana“, como “el propio mundo, en cuanto común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él”. Se trata del ámbito compartido como integrantes de una comunidad, el espacio de la ciudadanía.

La esfera privada responde al dominio de la intimidad, el terrero de nuestras creencias y decisiones más íntimas: nuestras convicciones religiosas, nuestras preferencias sexuales, etc. Qué se considera público y privado puede modificarse  en la medida en que evoluciona nuestra comprensión de los derechos sociales y humanos, pero podríamos decir como constante que la esfera de lo público nos atañe a todos como ciudadanos, la esfera de lo privado atañe sólo al individuo, a la intimidad de cada persona.

Un acto cometido en la esfera de lo privado tiene interés público sólo si dicha acción transgrede los límites impuestos por los derechos del otro. Por ejemplo, la relación de una pareja pertenece a la esfera privada, pero si un hombre agrede a su esposa dicha acción trasciende el dominio privado y se enmarca dentro de la esfera pública, porque es de interés público preservar el derecho a la integridad personal de todos los ciudadanos.

La acción de un funcionario en tanto tal pertenece a la esfera pública, porque los bienes que administra no son personales, sino de toda la ciudadanía.

En muchas de las sociedades latinoamericanas –incluyendo la nuestra-  no está clara esta distinción, por lo que asuntos que pertenecen a la esfera privada se abordan como si fueran públicos y viceversa.

Se asume entre una parte no empoderada de la población que los funcionarios estatales tienen derecho a apropiarse de la riqueza de todos y a distribuirla de modo “caritativo” entre quienes son los verdaderos dueños de esa riqueza, la ciudadanía. De igual modo, se asumen como prácticas naturales: el nepotismo, el abuso de poder desde una posición pública, etc.

Paralelamente, también se asume de modo natural que asuntos como la preferencia sexual de un funcionario o las convicciones religiosas de un servidor público se traten como si fueran objeto del dominio público.

Por tanto, no ha de extrañarnos que vivamos en una sociedad donde la orientación sexual de un embajador se convierte en un “problema nacional” y no así el uso de los recursos públicos en beneficio de unos pocos.