Con la toma de posesión de una nueva gestión, se repite un ritual de la esperanza. Se renuevan las ideas de transformación social y, sobre todo, se reitera un discurso de la moralidad.

El discurso de la moralidad suele verse como la expresión de una actitud ética ante la vida. Pero, en muchas ocasiones, constituye la expresión de una concepción personalista del ejercicio político, que no piensa los procesos sociales e históricos en términos de fuerzas colectivas y dinámicas institucionales, sino en términos de una batalla entre héroes y malvados.

Esta concepción personalista se da la mano muchas veces con el “platonismo político”, la perspectiva según la cual existen gobernantes ideales que gracias a su capacidad para captar la “esencia del Bien” se encuentran en condiciones de gobernar la sociedad de acuerdo a su sentido de la justicia.

Estos discursos tienden a reducir los problemas de injusticia social, corrupción estatal, pobreza, violencia, salud pública y educación a la cuestión de la destituciȯn o reemplazo de individuos o a la simple elección de un gobernante honesto en las funciones públicas.

Pero los gobernantes ideales solo existen en nuestras fantasías, mientras los funcionarios honestos pueden ver frustrados sus esfuerzos por adecentar la sociedad obstaculizados por su equipo de gestión, el funcionamiento de las instituciones, las idiosincracias predominantes en un momento histórico determinado y la desfavorable correlación de fuerzas políticas en una sociedad específica.

Hace muchos años, el filósofo Karl Popper prefirió invertir el modelo de búsqueda de gobernantes ideales para confirmar nuestras expectativas de justicia proponiendo un modelo caracterizado por la búsqueda de los procedimientos para refutar a nuestros gobernantes, enmendar sus errores y, de ser necesario, concebir las situaciones para su destitución.

En el modelo popperiano, no entregamos nuestra responsabilidad a unos gobernantes que, como seres humanos, son falibles. Del mismo modo en que el proceso de crítica y supervisión de la comunidad científica hace que la ciencia trascienda los errores individuales y las limitaciones de las personalidades científicas, podemos hacer que las limitaciones personales de los gobernantes y los funcionarios políticos sea trascendida por la actitud y la supervisión de una ciudadanía crítica.

La ciudadanía crítica no tiene que estar formada por todos los habitantes de una comunidad política -lo cual sería ilusorio- pero sí requiere de segmentos de esta comunidad en posibilidades de crecer y organizarse para asumir su responsabilidad en la creación y la organización cotidiana de formas de vida democrática.

La delegación de la responsabilidad vinculada al discurso de la moralidad propicia el escenario para el liderazgo caudillista, mojigato y autoritario. Detrás de su aparente velo civilizatorio, encauza de modo incorrecto las prácticas democráticas al esconder una concepción maniquea de la sociedad, simplificar la dinámica de los procesos políticos y promover un rigorismo moral incompatible con la vida humana.