Las cartas han sido un instrumento de comunicación muy empleado desde la antigüedad y con una función social y administrativa como ningún otro tipo de texto. Si escudriño en mi memoria, de allí me vienen una serie de cartas famosas que han sido breves tratado sobre diversos temas, entre jocosos y serios. Incluso, la estructura epistolar ha sido una estrategia narrativa de gran éxito cuando se trata de enfocarse en la subjetividad atormentada de una historia amorosa. En fin, las cartas, epístolas o misivas, llámeles como desee, fueron durante muchos siglos el gran vínculo comunicativo entre dos ausencias.

La tarea de las cartas ha sido siempre la misma: llevar el mensaje de un enunciador distanciado de su receptor. Las cartas asumen el valor de la presencia por la palabra; pero no la palabra oral, sino la palabra escrita. Aunque hay mucha oralidad en una carta, esta solo es configurada por la palabra escrita y es atestiguada por otras marcas que acompañan la misiva. Una carta se hace con el propósito de establecer un vínculo, una vía de comunicación, por eso demanda una respuesta; de ahí lo de correspondencia. Ellas por sí mismas declaran la intencionalidad de quien comunica. Como texto escrito, demanda de una interpretación por la lectura. Escritura y lectura, como siempre, diferidas.

Recuerdo a Platón y sus cartas, verdaderas joyas de comunicación con amigos y discípulos. De las cartas llegadas hasta nosotros algunas poseen el carácter de un breve discurrir sobre temas pendientes en un lenguaje cercano, íntimo, amigable; pero también enérgico y amonestador. Epicuro dio sus consejos para la felicidad no en un tratado sistemático como hizo Aristóteles, sino en una carta a un joven amigo. A mi juicio es un verdadero ejemplo de la adecuación entre intención, mensaje y forma. Lo dicho allí solo pudo decirlo en una carta, en otro tipo de texto hubiese perdido la cercanía, la jovialidad, la espontaneidad que le adorna en Carta a Meneceo.

Buena parte de los libros sagrados del Segundo Testamento son epístolas a las comunidades cristianas. Con excepción de Carta a los hebreos que ni es carta, ni escrita por Pablo, ni es a los hebreos. De todas las demás, se puede decir que abordan cuestiones importantes para la doctrina cristiana y su vivencia. En Roma la carta llegó con su madurez y hay verdaderas joyas, cargadas de sabidurías, y así hasta la Edad Media en donde la retórica se apoderó de la estructura epistolar y la explotó sin misericordia. Abundaron los manuales retóricos para la producción de buenas cartas, bien sean íntimas o privadas o bien sean públicas. Inició el proceso de perder la riqueza y la creatividad en sus usos; todo se redujo a una mecánica del buen escribir.

El Renacimiento recupera la carta y le da nuevo valor. Retoma las cartas griegas como tratados breves sobre temas domésticos, abordados con espontaneidad y soltura. Si hay que buscar una idea más próxima al ensayo de Montaigne está aquí. El siglo de oro español utilizó la carta para acompañar a los textos “testamentales” en un tono satírico tan peculiar y jocoso. La burla y la ironía son expresiones de la literatura de cordel, que usó la forma de la carta para llegar a un público ansioso de novedades y de alegrías.

La obra paradigmática del romanticismo posee la estructura de unas cartas monologales (solo habla el enunciador): Cuitas del joven Werther de Goethe. Tengo la convicción de que el éxito de esta novela está en su combinación de fondo y forma. El público y el “espíritu de la época” afines a la estructura epistolar.

Es con la invención tecnológica de la comunicación a distancia cuando las cartas dejan de usarse. El telégrafo, la radio, el teléfono dieron los golpes mortales a la epístola. Como dice Fernando Pessoa a Ophélia Queiroz, ya nadie escribe cartas de amor, ridículas.

Las nociones de espacio y tiempo han cambiado en un mundo en que las tecnologías de la comunicación han acortado la distancia y el tiempo en que llega la información. La magia está en anular los hechos diferidos por el espacio y el tiempo. Hoy parece ridículo, pero es ridículo quien no escribió nunca cartas de amor.