Por sus pronunciamientos anteriores y el seguimiento que le ha dado al tema, sobre todo al comportamiento y los problemas de la Justicia, de que son buena muestra sus frecuentes visitas y prolongadas reuniones efectuadas en un marco de la más absoluta discreción diplomática con el Procurador General de la República, resultaba crónica esperada que la exposición del embajador estadounidense James Brewster ante la Cámara Americana de Comercio iba a poner mayor énfasis en el flagelo de la corrupción

Fue también el punto sobre el que versaron de manera más destacada los titulares y versiones que aparecieron que aparecieron al día siguiente  en los medios de comunicación, reseñando su presentación. Esta contó con una nutrida concurrencia de empresarios y hombres de negocios que se dieron cita en el tradicional almuerzo mensual, en esta ocasión adobado con la celebración de la festividad del Thanksgiving, que ha ido cobrando cada vez mayores espacios de imitación en nuestro país.

Sus palabras han levantado ronchas, pero no precisamente por el tema de la corrupción. No es de extrañar.  En definitiva, el enviado diplomático del coloso norteño, al señalar que la misma es un cáncer que frena el crecimiento, entorpece el comercio y limita la inversión extranjera no está expresando nada nuevo. ¿Acaso no es tema de preferencia, día a día, en la mayoría de los medios de comunicación y en las cada vez más activas redes sociales?

A Brewster, como representante de nuestro principal socio comercial y más atractivo mercado turístico, promotor de negocios e inversiones de su país con el nuestro como el mismo se definió, le asiste todo el derecho y hasta la obligación de llamar la atención sobre todos aquellos factores negativos que tiendan a afectar esa relación de intereses.  Es una prueba de que está haciendo su trabajo y un ejemplo a imitar por parte de nuestro propio cuerpo diplomático.

Las críticas a su conferencia no radican en que haya abordado por nueva vez la necesidad de enfrentar la corrupción, tanto pública como privada y de superar la impunidad que la arropa, convertida en el principal problema que encara el país y que origina justificadas reacciones de irritación, rechazo y condena por los perjuicios y negativos efectos de multiplicación que provoca.  Ni tan siquiera los asistentes al almuerzo le regatearon el aplauso cuando reprochó a la sociedad mantener una actitud pasiva frente a esa situación.

Pero ese ejercicio de opinión que nadie puede regatearle, resulta bien distinto al de la intervención, un riesgoso y conflictivo límite que se atrevió a cruzar, cuando se quitó el sombrero de embajador para colocarse el de procónsul pretendiendo condicionar al  criterio de su gobierno, decisiones que son privativas de nuestras autoridades y que resultan exclusiva expresión de soberanía.    

Tal, cuando enfocó con acento imperativo, el controversial tema del otorgamiento de la nacionalidad dominicana a inmigrantes y sus hijos, en particular haitianos.  Un campo en que por cierto,  su propio gobierno carece de fuerza de ejemplo cuando desde hace años mantiene a la deriva la situación legal de más de once millones de extranjeros indocumentados.

Eso por un lado y por el otro, lo que arrojó más sal sobre la sensible epidermis del ofendido nacionalismo criollo, su desafiante reto a quienes le acusan de intervencionista, para que pasen por el Consulado del país que representa  a devolver la visas que les permiten ingresar a territorio estadounidense.  Fue un desplante que deslució y arropó la esencia de su intervención,  haciendo recordar la época del “americano feo” con sus pasadas expresiones del más crudo y ofensivo imperialismo.   

Un acto de indelicada arrogancia que no se compadece ni con su condición diplomática ni con el ejercicio de libre expresión de que el propio embajador Brewster hace uso tan frecuente en nuestro país,  que los Estados Unidos ha exhibido siempre como un derecho fundamental del sistema democrático y del que, justo reconocerlo, siempre ha sido un celoso abanderado hasta el punto de mantener espacio abierto a la destempladas y cavernarias expresiones de un troglodita como Donald Trump.