En uno de sus poemas satíricos más célebres, “Poderoso caballero es don Dinero” (1603), Francisco de Quevedo retrata el poder omnímodo del dinero, al que se presenta como “mi amante y mi amado”. Entre sus facultades destaca la de embellecer a sus poseedores, “pues quien le trae al lado | es hermoso, aunque sea fiero” (feo). El dinero, como vemos con tantos deportistas de élite, confiere sex-appeal incluso a aquellos privados de cualquier belleza. Y, lo que es más importante, él “da y quita el decoro | y quebranta cualquier fuero”. Pues, aunque en teoría seamos todos iguales ante la justicia, ¿quién duda de su capacidad para “ablanda[r] al juez más severo”?
Tanto poder y prestigio es capaz de otorgar el dinero, incluso al más desalmado, que muchos orientan toda su existencia a su posesión. “Tanto tienes, tanto vales”, reza el refrán, y la sentencia se evidencia día tras día a la hora de juzgar a un extranjero o de conceder honores. ¿Por qué se trata de una manera tan diferente a un haitiano pobre que a un europeo o un árabe adinerado? No tanto por racismo (lamentable y desacreditado por la ciencia), sino por clasismo. Por puro rechazo de la pobreza y por adulación del pudiente; que, como indica la misma etimología de la palabra, es quien puede: quien tiene el poder de recompensar dichos honores y lisonjas.
Charles Péguy llega a escribir que el dinero se ha sentado en el trono de Dios. La idolatría, el pecado bíblico por antonomasia, no se produce hoy ante un becerro de oro, sino ante el oro mismo. Es la entronización del dios Quantum: la cantidad por encima de la calidad, el tener por encima del ser. Es el materialismo que, sea en su versión marxista o capitalista, expulsa a Dios del mundo y de la conciencia de la persona. Se puede rezar a Dios con los labios, mientras el corazón permanece a años luz de Él. Se puede afirmar la fe y la confianza en Él, mientras la fe y la seguridad se depositan en verdad en la cuenta bancaria. Se puede pregonar el amor al prójimo –como noción teórica–, sin que ese “amor” alcance a cada uno y beneficie a la sociedad. Sin que la fe llegue a los bolsillos.
Como seres espirituales y materiales que somos, nos fascina también lo material. Aunque, como ha expresado el antropólogo René Girard, nuestro deseo es mimético: no deseamos los bienes tanto por sí mismos, sino porque los poseen otros. No deseamos tal carro, tal jeepeta, por sus cualidades intrínsecas, sino porque tal persona la tiene. Y la codicia –la envidia rapaz de los bienes del prójimo– nos impulsa, por emulación, a comprarla. Algo que puede operar en todas las esferas de la vida: desde el apetito de bienes materiales hasta la amistad o el amor.
Somos animales deseantes. Y, pese a las reconvenciones de la filosofía oriental, no podemos dejar de desear. Pero sí está en nuestra mano encauzar ese deseo: ordenar y jerarquizar nuestros amores. De modo que el deseo de bienes materiales, que siempre albergaremos, no sobrepuje el deseo de otros bienes superiores. Pues, al cabo, la felicidad no consiste en rechazar bienes necesarios, sino en anteponer aquellos bienes mejores (amor, amistad, espiritualidad) que, por su misma naturaleza, son los únicos capaces de colmar el corazón de la persona.