Recuerdo perfectamente el día en que Pedro Animal fue a buscar trabajo en la finca del diablo. El día en que me lo contaron, quiero decir. Eso no lo puedo olvidar por más que quiera, es un recuerdo imborrable, una mancha indeleble. Los pelos se me ponían de punta al escuchar la narración porque entonces tenía pelos, y la piel se me engranujaba, se me ponía de pronto como papel de lija, como carne de gallina.
Las luces amarillentas del alumbrado en Macorís del Jaya, la atmósfera enrarecida, la imaginación desbocada, mis tiernos años de vida y mis nervios de cervatillo contribuían a duplicar la tensión de las narraciones que se sucedían a veces sin cesar, una tras otras, en la voz de la contadora que creía firmemente en todo lo que contaba.
La emoción no me permitía seguramente pestañear y los ojos parecían salírseme de sus órbitas. Cosas así, bien cursis, debían sucederme mientras yo temblaba con resignación, sufriendo escalofríos, un frío subrepticio que me empapaba los huesos, me aflojaba por dentro, me producía seguramente un sentimiento de tortuosa delectación. Así me sentía. Morbosamente aterrado y fascinado a la vez.
No era para menos. El hecho trascendental es que Pedro Animal fue a buscar trabajo a la finca del diablo y el diablo se le apareció al llegar. Yo me hubiera echado a correr, me habría mandado a huir al fin del mundo, pero no podía hacerlo. Estaba atrapado en la narración junto a Pedro Animal y los demás oyentes y en compañía del diablo.
Lo extraño es que el diablo no parecía nada fuera de este mundo. Tenía sombrero y caballo y llevaba un machete al cinto y unos pantalones raídos, y parecía cansado y triste. Parecía más bien un pobre diablo. Pero tenía, eso sí, una voz característica. Una voz diabólica. Hablaba con voz de trueno y los árboles se estremecían al escuchar el sonido de su voz. El mismo Pedro Animal estuvo a punto de caerse hacia atrás cuando le preguntó qué andaba buscando por su finca. Pedro Animal sintió miedo, pero también estaba necesitado y le dijo que buscaba trabajo.
El diablo se echó a reír. ¡Qué atrevimiento! Nadie trabajaba en su finca. Allí todo crecía como por encanto y la cosa más admirable era el inmenso platanal, un sembradío de plátanos que de tan inmenso se perdía en el horizonte, no parecía tener fin y no parecía tener principio. Era el orgullo del diablo. La gente lo veía con envidia desde lejos, de lejitos, muy lejitos, y nadie se acercaba al lugar. Los racimos se maduraban y perdían en las matas, pero ni a la gente, ni a los puercos, ni a los perros y otros animales se les ocurría entrar. Nadie, en su sano juicio, se atrevía a disponer de un racimo ni siquiera con el pensamiento. Sólo los chivos entraban y salían como chivos sin ley porque eran chivos sin ley y hacían rabiar al propietario. Causaban daños, desde luego, con esas lenguas tan rasposas y dañinas que tienen, secaban las matas a fuerza de orinarlas, hacían destrozos en el platanal y el diablo se ponía como un demonio y rabiaba y no podía hacer más que rabiar. Todos saben que los chivos no le tienen miedo al diablo porque los chivos y el diablo son parientes y filo con filo no se corta.
Pedro Animal se ofreció para cortar la yerba mala a cambio de un racimo de plátano y el diablo se quedó mirándolo y por segunda vez se echó a reír. Pedro Animal se ofreció a cortar la yerba, ¡la yerba que no crecía en la finca!, y el diablo volvió a reír. Entonces Pedro Animal se ofreció a pintar la casa y el diablo se echó de nuevo a reír. No había casa en la finca y el diablo volvió a reír. Pedro Animal se ofreció a regar las matas, a recoger la basura, a limpiar incluso la letrina, si acaso había letrina en la finca, a cambio de lo que quisiera darle y el diablo no paró de reír.
Ya estaba Pedro Animal a punto de desistir, despedirse, marcharse, buscar trabajo en algún otro lugar cuando escuchó que el diablo dejaba de reírse y le decía, posiblemente en son de broma, que sólo había un trabajo pendiente en su extensa propiedad. Construir una cerca. ¡Una cerca? Una cerca que protegiera el platanal de los chivos, una cerca especial. Una cerca tan especial que los postes debían de estar colocados casi uno al lado de otro y tenían que ser derechos, completamente derechos, sin torceduras ni imperfecciones, en perfecta línea recta, formando un rectángulo perfecto alrededor del platanal. Además, la cerca tenía que estar lista para cuando el diablo regresara de un viaje.
Otra persona, que no fuese Pedro Animal, se habría ido seguramente del lugar con el rabo entre las piernas, pero para sorpresa del diablo, Pedro Animal aceptó gustoso la encomienda. El diablo le advirtió entonces que de no cumplir con el trabajo habría serias consecuencias y Pedro Animal no se inmutó. Aceptaría el trabajo aún a riesgo de las más graves consecuencias.
Pues bien, el diablo se fue de viaje y Pedro Animal empezó a trabajar noche y día. Trabajó sin descanso, sin dormir, trabajó como una bestia, como lo que era, alimentándose apenas de café con azúcar, cantando todo el tiempo monótonos cantos de labrador para darse fuerza, y en pocos días terminó la faena.
Cuando el diablo regresó de su viaje quedó anonadado, sobrecogido por el espectáculo que le brindaban sus ojos. No lo podía creer, no lo creía. Pedro Animal había construido una cerca tan especial que los postes estaban colocados casi uno al lado de otro y estaban derechos, derechitos, completamente derechos, y no tenían torceduras ni imperfecciones, en perfecta línea recta y formando un rectángulo perfecto alrededor del platanal. Sólo que el platanal no existía. Pedro Animal había utilizado los tallos de las plantas para construir la cerca y el platanal había dejado de existir.
Cuentan los que lo vieron, los pocos que se atrevieron a verlo, que el diablo estaba endiablado, hecho una furia, botando humo por las orejas, la boca, la nariz. Dicen que le dio una apoplejía, que se cayó al suelo babeando y gesticulando y que nadie más volvió a verlo por esos alrededores.