El pasado martes 30, del mes de julio, luego de dos días de la celebración del día del padre, escribió un artículo el Señor Miguel Guerrero titulado, “Aquella triste tarde de mayo”. Un manifiesto de amor.

Siempre leo todos los periódicos entre cuatro y cinco de la mañana, ese día fue una excepción. Eran las dos de la tarde y no había tenido el tiempo de leer nada en absoluto. Mi hijo mayor que estaba en casa me dice lee ese artículo tan hermoso, pues le había tocado su corazón y sabía tocaría el mío. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

El nueve de febrero de este año, escribí en este mismo medio el artículo “El Barón de la Atalaya”. En él hacía un homenaje a mi padre, pero al padre inteligente, artesano, artista, investigador, gran maestro, gran lector. Pero no hacía referencia al gran padre.

Siempre he dicho que fue el mejor padre del mundo, hace veintidós  años murió, pero aún lo siento a mi lado y me hace falta. Como era la más pequeña de la casa, si me mandaban a hacer algo, ya sea fregar la loza, tender la cama o lo que fuera, siempre decía “dejen a la pobre muchachita”. Me llevaba donde yo quisiera en sus hombros. Me contaba cuentos. Me ayudaba en las tareas escolares. A mis pies le decía los pipillos de papá.

Para mí no hay día del padre, porque todos los días lo recuerdo y lo llevo en mi corazón.

Cuando yo estaba enferma, aún casada, se sentaba frente a mi cama en una mecedora, haciéndome compañía y con un libro en las manos.

Ante cualquier problema de mis hermanas, él, silente, haciéndole compañía. Mi hermana quizás lloraba mientras trabajaba de espaldas y él con sus tiernos ojos la miraba como diciendo “ya te vi”.

Tuvo una enfermedad de esas fatales, nunca se quejó. Mi hijo mayor para moverlo de un lado al otro le decía “papá, no te va a doler y lo tomaba en sus brazos”. Dios nos mandó un ángel, Sor Blanca Ortiz, Sierva de María, para que nos ayudara en esos momentos tan tristes.

Recuerdo dos momentos que nunca olvidaré, uno fue un día en que se cayó y no podía levantarse, verlo tan indefenso me produjo un dolor que todavía llevo. Otro fue cuando mi hermana mayor me preguntó delante de él cuándo había que ir a Santiago a pagar el cementerio de mi abuelo, su padre, pues era él que lo hacía y yo siempre lo acompañaba, le contesté que ya eso estaba listo, que yo estaba al tanto de eso. Lo  vi respirar tranquilo y tuvo una sonrisa de satisfacción. A los pocos días murió.

Viene a mi mente la hermosa meditación de Santo Tomás de Aquino sobre la muerte,  aquí un fragmento:

“La muerte no es nada. Yo solo me he ido a la habitación de al lado. Yo soy yo, tú eres tú. Lo que éramos el uno para el otro, lo seguimos siendo…”

“La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no está cortado. ¿Por qué estaría yo fuera de tu mente, simplemente porque estoy fuera de tu vista?”…

“Te espero… No estoy lejos, solo al otro lado del camino… Ves, todo va bien. Volverás a encontrar mi corazón. Volverás a encontrar mi ternura acentuada. Enjuga tus lágrimas y no llores si me amas”.