La singularidad de la sociedad dominicana no depende de los zigzagueantes actores y cambios políticos y económicos acontecidos en la República Dominicana, tampoco de las obras materiales que ocupan su espacio y ni siquiera de algo tan propio como su cambiante medio ambiente. La cuestión dominicana tiene su principio y fundamento en el DNA o código cultural expuesto una y otra vez en la organización social y los valores, costumbres y patrones de comportamiento que adopta su población, afanada por reproducirse de generación en generación.
En cuanto tal, el ser-dominicano es cuestión de realidades antropológicas ocultas en la normalidad de la vida diaria. Aflora en la cotidianidad de un conglomerado de individuos anónimos que, como las mujeres de la artesanía criolla, carecen de rasgos distintivos en su rostro.
En trabajos anteriores señalé el valor último de esos individuos. Conuqueros de tabaco en el Cibao del siglo XIX y, desde entonces, empresarios detrás de sus negocios, talleres y empresas en el sector informal de la economía. Todos ellos se exponen en el libre mercado en el que se adentran e introducen a toda la sociedad. Por un lado, sin protección estatal y gracias a productos y servicios que requieren baja intensidad tecnológica y escasos recursos. Y por otro lado, apoyados por una compleja red de relaciones personales y no por las estructuras e instituciones de los poderes fácticos y gubernamentales.
Elemento de continuidad de la historia patria, esos individuos portan el código cultural distintivo de los integrantes de la sociedad dominicana. El ADN dominicano –no biológico o racial sino cultural– queda resumido en la interacción de estos cuatro factores característicos:
1º El empuje y espíritu empresarial de dicho conglomerado de individuos. El mismo que los preserva del abandono y la marginalidad que les inflige el status quo enseñoreado sobre el territorio patrio.
2º Los patrones de comportamiento de la población se resumen, idealmente, en el económico y éste aspira y promueve la autonomía individual. Cada quien gestiona su interés e independencia económica para beneficio individual, a lo más familiar, pero siempre desprovisto de sentido de lo público y ajeno al ámbito del nosotros.
3º La pasión y la miseria inalienable de la condición humana se manifiestan –más allá de dicho individualismo– en la creciente desigualdad y falta de solidaridad que se impone en medio de la inequidad e injusticia social. En ese espacio de individualidades, predomina el irrespeto y el desacato de cualquier norma legal y ética.
4º La debilidad e ineficiencia del Estado y de sus expresiones gubernamentales. Ellos se muestran una y otra vez incapaces de poner coto, tanto a los excesos y desmanes de todos esos individuos persiguiendo su propio interés en el mundo de la economía, como los desafueros de esos endiosados funcionarios públicos que –con igual conciencia de sí que la población en general– reproducen los valores y las conductas usuales en el país en el mundo político de la administración pública.
En ese contexto cultural, poco le hubiera costado a un Tomás de Aquino, como buen lector que fue de Séneca, denunciar que lo peor de todo es que se corrompan los más destacados (“corruptio optimi pessima”), tanto en el mundo político como en el económico. Esa realidad omnipresente, empero, no es superable por medio de meras substituciones de constituciones o la sucesión de entronizadas individualidades fuertes y sobresalientes; ni siquiera con renovados pactos sociopolíticos, reformas sectoriales o el surgimiento de nuevas instituciones e ideologías.
Así como en el país no hay “suizos”, y la fiebre no está en la sábana sino en el cuerpo que la soporta, el mal de fondo de la sociedad dominicana reside en la conciencia de cada individuo que –sin formación moral– interactúa en la economía de libre mercado sin por ello respetar normas legales y éticas; y en el Estado –patrimonial y clientelar—impotente para integrar, no ya dependientes parásitos sino a todos los sectores de la población por medio del ejercicio republicano del poder.
De hecho, ese Estado, anquilosado bajo el fardo de sus 366 dependencias, y tan paternalista como antaño lo fuera el hatero, se muestra incapaz de generar suficiente riqueza como para invertirlo en la mejoría y bienestar de la mayoría de la población nacional. La mayoría de ésta, de conformidad con su espíritu empresarial, procura de manera independiente su sustento cotidiano.
La altisonante excepción, en la medida en que contradice la reciedumbre y el espíritu batallador del dominicano, viene dada por ese creciente estimado de 20-22% de la sociedad dominicana que ha pasado a depender del estamento administrativo del Estado para ganar o suplementar su sustento. Y por tanto, la vigencia de la advertencia escrita por Cicerón hace ya 22 siglos: “La gente debe aprender nuevamente a trabajar, en vez de vivir a costa del Estado”.
Pero en cualquier hipótesis, con o sin esa excepción, la tentación trujillista contradice cualquier esfuerzo de organización democrática de la sociedad dominicana. Es por eso mismo que, en el presente, se confronta el deficiente nivel de conciencia patria de cada individuo con una idea de nación cuya irrealidad institucional arroja un balance de descrédito y desconfianza. Ni siquiera el indiscutible crecimiento económico y la magnificencia de tantas obras materiales en las ciudades y algunos campos, son capaces de superar en el código cultural dominicano su atavismo y escepticismo.
Hasta prueba en contrario, pues “no somos tan inocentes cuando lo somos” (Manuel del Cabral), mientras perdure la actualidad histórica del ADN dominicano, el destino de dicho código está condicionado:
-Primero, por su capacidad para evolucionar. De tal evolución depende que cada uno no sólo siga siendo capaz de reproducirse a sí mismo en el ámbito económico y sin “parasitar” al Estado, sino también de coexistir y convivir con todos los demás en tanto que sujetos todos por igual a principios morales y normas legales en una patria común. So pena de evolucionar la conciencia individual, hasta el punto de reconocer y someterse libremente al ordenamiento jurídico y a los principios éticos, la patria común se disolverá entrecogida por la ambición desmedida y los intereses y deseos particulares.
-Por vía de consecuencia, segundo, su cometido depende igualmente de la construcción de un espacio social en el que se superen prejuicios raciales, étnicos, de clases sociales u otros, de manera que lo dominicano sea capaz de superarse por medio la asimilación de lo mejor de otros grupos humanos y culturas. A éstos está expuesto por motivos migratorios, de relaciones comerciales o de simple transculturación tecnológica, mediática e ideológica. En su defecto, sin dicha superación, continuará renegando de sí negándolos.
-Y por último, tercero, una vez reconocido que ninguna concepción teórica y ni siquiera un credo religioso es constitutivo de tal DNA, su transformación está restringida por la ingravidez de un marco de referencia conceptual que determine preservar en la práctica el difícil equilibrio entre la autonomía del espíritu empresarial de cada particular, de un lado y del otro lado, la institucionalización de un Estado cuyo ejercicio del poder sea apropiado por la generalidad de los integrantes de la sociedad dominicana representados en él.
Sin lugar a dudas, el futuro no está escrito. La libertad humana lo certifica así. No obstante, –a falta de la reconversión de la conciencia subjetiva de cada individuo, así como de la reconstitución de su tejido social y político, y la idea de un Estado efectivamente de derecho post moderno–, hay que prever que lo dominicano se encaminará a seguir siendo igual a sí mismo, es decir, desconocedor del bien común del que adolece y reniega mientras permanece sometido a su propio código cultural y corroyendo cualquier idea de patria.
Así, pues, llega la hora de reorientar el camino. Pero no como alertara Harari a propósito del Sapiens –que ni siquiera sabe hacia dónde se dirige (“¿Hay algo más peligroso que unos dioses insatisfechos e irresponsables que no saben lo que quieren?”)— pues queda por delante, al menos en la República Dominicana, la tarea siempre renovadora de reconstruir el espacio público donde descubrir la nacionalidad dominicana.
Precisamente, la cuestionada si no vituperada nacionalidad dominicana, que no es una ideología y menos nacionalismo, depende de la reingeniería genética de las cuatro características constitutivas del ADN del ser-dominicano. Y nos adviene como obligación teórica y como problema práctico en momentos en que –aunque sea en otras latitudes geográficas– las indiscutibles bondades de la globalidad plural se entenebrecen bajo el peso abrumador de su pretendida universalidad.
Y no podía ser de otro modo pues, así como “el búho de Minerva alza su vuelo sólo al caer del crepúsculo”, lo global llega a su fin cuantas veces suprime su propia falsedad ante todo lo que es, como lo dominicano, inalienablemente singular.
Concluyo, por fin, recurriendo al Verbo. Una vez expuesto el actual código cultural dominicano, no me queda más que arroparme en el bíblico “Inri” o por lo menos en el sedicioso manifiesto del “dixit” y, al vuelo de dicha ave rapaz, unirme al pregón de lo que en versos afirmó el más metafísico de los poetas caribeños:
“Todo hasta ayer estaba dentro del átomo, pero el átomo ha estallado.
Ahora toda receta es prehistórica. Ahora la regla del juego es horriblemente bella como la tempestad.
La escoba construye cuando barre.”