Aquel domingo soleado la sombra del terror se derramaba absoluta por toda la ciudad. Los cinco amigos, ajenos a la situación, regresaban del matiné comentando alegremente la película Juego de la muerte, la última de Bruce Lee que tanto los había entusiasmado. De repente, tres agentes al servicio del régimen político de entonces lo interceptaron, y a punta de bayoneta, a golpes y empujones lo introdujeron en una destartalada camioneta, destinada al transporte de los arrestados que el régimen acusaba de delincuentes y sediciosos, de enemigos del orden que encabezaba el Pequeño Ilustrado.
Los adolescentes estaban aterrorizados. No entendían la razón maltrato; eran muchachos que simplemente laboraban por el día junto a sus padres, estudiaban por las noches y esperaban ansiosos la llegada de los domingos para disfrutar del matiné que ofertaba el legendario cine Carmelita.
En medio del espanto, algunos lloraban e imploraban que los liberaban, que ellos no habían hecho nada malo, que no sabían nada de política y menos de conspiraciones, que simplemente venían de ver una película como todos los domingos. Otros permanecían amordazados por el silencio y como resignados a lo peor.
Aquella sensación de aplastante derrota se debía a que el teniente Santiago Cabrera (quien comandaba la operación) había amenazado con la muerte a quienes se les comprobara involucramiento en algún plan de rebelión contra el gobierno. Ellos se sabían ajenos a la situación, pero también sabían que otros muchos en su misma situación habían sido eliminados sin miramientos, sin que importara la edad, el sexo y hasta la condición social.
Después de más de media hora de sádico recorrido por la ciudad, el teniente Cabrera ordenó al chofer que se detuviera en la intercepción entre las calles Castillo y El Carmen. Cumplida su orden, Cabrera se echó a reír con gusto, y con desbordada amabilidad le dijo a los detenidos: “Váyanse tranquilos. Era una broma. Solo queremos que vayan aprendiendo lo que puede sucederle a quienes violan la ley y alteran el orden.”
Los adolescentes descendieron silenciosos, ahora ardiendo en una creciente llama de indignación. Pocas horas después se congregaron con la única finalidad de arrasar con el orden oprobioso.