La característica fundamental que distingue al ser humano del resto de las especies animales, es la racionalidad, la capacidad de conocer, somos el único animal capaz de inventar y aprender, utilizando una estructura lingüística y social compleja, tenemos en la mente una fuente abundante de creatividad que conduce a la acción. Pero si en lugar de tener esa parte racional ampliamente desarrollada tenemos a este mismo animal que depone su raciocinio y se guía de sus instintos, miedos y bajas pasiones, ¿qué tendremos? Solo una bestia a merced de su vientre y sus pulsiones. Aquí se encuentran quienes aún no han aprendido ni asimilado normas básicas de convivencia que incluyen; el respeto, responsabilidad, comunicación, confianza y compromiso propias de un orden extenso de una Sociedad Moderna y democrática, por lo que se mantienen en los niveles de supervivencia propio de quienes se resisten a abandonar la instintiva moral primitiva propia de sociedades deficientes en las que la mayoría se dispone a instrumentalizar las relaciones humanas para su propio provecho, incapaz de cultivar relaciones prósperas y confiables.

El desconocimiento de uno mismo en otro sentido está presente en quien cuenta con una capacidad racional desarrollada, cuya alma racional es reprimida por medio de una esfera moral que busca lograr la “pureza” del alma y su desarrollo a costa de reprimir y encadenar su naturaleza creativa, su voluntad de poder, sustituyendo esta sensación de inconformidad por medio de la represión de la vitalidad y aprisionamiento de la conciencia por los discursos que históricamente conocemos; la moral cristiana, el refinamiento del gusto, el consumismo desmedido, el intelecto acabado, en fin, los encantos de la ilusión estética que prometen el encuentro con la perfección que nunca se concreta, y que no se emplea con otro fin que no sea el de esconder en lo más profundo de su ser las pasiones y los deseos irracionales que “enturbian el alma” y estropean la vida social. El hombre de la genealogía de la moral de Occidente, fue el hombre europeo de segunda mitad del siglo XIX, representaba el punto más álgido de la superación cultural, dominado por el positivismo bajo la idea de progreso, planteó una reorganización social a partir de la industria y la tecnificación que elevó la vanidad europea como punto de referencia al grado más excelso de la supuesta grandeza del hombre, pero Charles Darwin quebró la ilusión en mil pedazos con su obra el Origen de las especies removió todos los cimientos de la supuesta grandeza de este hombre considerado punto de referencia de la superación cultural, al demostrar el parentesco del hombre con el mono, quedó muy claro que el hombre es una especie más que guarda parentesco con el mono y qué tal linealidad evolutiva no existe.

La evolución no sigue un camino recto y predeterminado como anteriormente se creía, después de Darwin se supo que el mundo se organiza a través de transiciones y toda la vida en ella contenida es producto de transformaciones graduales que se diversificaron y dieron lugar a las formas de vida que conocemos. Pero el paradigma anterior consistía en la creencia de la organización del mundo a través de una progresión hacia a la perfección, explicada en la idea La gran cadena del ser Scale naturae, una idea desde Platón y Aristóteles que concebían que todos los seres de la tierra podían organizarse de acuerdo a una escala creciente hacia la perfección en cuya cúspide evolutiva se encontraba el humano. Por lo que se creía que aunque la vida estaba ramificada, había una dirección inteligente en la evolución hacia una mayor complejidad cognitiva que finalmente se completaría con la identificación divina.

Este hallazgo representó un duro golpe para el ego que bajo la mirada del positivismo no se explicaba, el romance con lo “divino” y la idea de que somos seres privilegiados al cuidado de una divinidad que solo garantiza la santidad a través de la moral cristiana, llegaba a su ocaso y perdía su poder para innumerables almas. Georg Simmel explicaba que para entender lo que esto representó y representa hoy en día para el conocimiento de uno mismo y el ansía profunda de un fin último hay que entender la satisfacción que durante un largo tiempo el cristianismo ofrecía al traer “la salvación”. La salud del alma y el reino de Dios se ofrecía a los hombres como fin último de su existencia, el cristianismo le prestó a la vida la finalidad absoluta que las personas ansiaban producto que del grado de complejidad de los sistemas sociales, políticos y filosóficos se había despertado, esa búsqueda inquieta del objetivo y sentido general de la vida que hace sentir libre al hombre. Con esta pérdida de fe no se perdió con ello el ansía de un fin último, por el contrario este se ahondó aún más porque esta necesidad el cristianismo ya la había afianzado, ese impulso hacia un fin que se ha hecho inalcanzable, cuyo finalidad nunca fue el propósito del cristianismo, sino solo sembrar su impronta de absolutismo.

Tras esta inconformidad del alma que era latente en Europa, Nietzsche explicaba que durante mucho tiempo la humanidad al privarse de la actividad consciente fruto del poder creativo de la vida, se ha perdido de la oportunidad de despertar el Súperhombre. Al ignorar esa voluntad de poder, su vida se pierde en un nivel inferior que impide la superación de sí mismo. El hombre y la mujer como fin en sí mismo, es un momento de la evolución donde el ser humano alcanza su propia medida, la que esté dispuesto a lograr internamente y que nada tiene que ver con la adquisición de bienes, puesto que aunque el hombre lograra colocarse en un lugar privilegiado dentro de la escala moral que se ha predeterminado, queda en el alma la sensación de desasosiego, se trata más bien de lograr ese nivel de conciencia de la fuerza vital creativa de la vida que reafirma el espíritu que hace a la persona sentirse dueña de sí mismo y libre. Y ese será su punto de realización plena, pero esta superación no es una reprogramación de hábitos en función de los estándares fijados por la sociedad o la propia familia, sino que es producto de una disposición personal de adquirir conocimiento y habilidades que armonicen con nuestro etapa de desarrollo, así como un infante que no puede ingerir sólido hasta después de los seis meses, así debemos ser conscientes de respetar nuestro proceso de evolución y desarrollo personal en consonancia con nuestra realidad y limitaciones.

El yo del ser humano es el portador de todo el mundo de los fenómenos y los límites de este mundo pertenecen a las normas de nuestro intelecto y su límite. Kant concluía que por ello este mundo es plenamente objetivo, real y penetrable hasta su fondo, porque el mundo es fenómeno, y supongamos que todo “más allá” del fenómeno es una fantasía sin contenido, un sueño, el yo como portador en quien este sueño se realiza, en quien se suman las representaciones por tanto el que las conoce, existe realmente, de manera tal que mientras producimos como reflejo nuestro el mundo, nuestra propia representación interna, vista desde adentro, es al mismo tiempo una realidad absoluta. Cuando nos conocemos a nosotros mismos, nos incluimos y expresamos en el mundo de representaciones como parte de el, pero en este punto único tenemos además del fenómeno, el “más allá” y no es un simple sueño sin contenido, sino una visión de mayor alcance, solo porque somos conscientes al involucrarnos en el proceso de creación y aprendizaje de todo lo que puede conocerse en el mundo.

El conflicto actual con este marco rígido de moralidad religiosa y conservadurismo estatal radica en la imposición incesante de encuadrar al que no está de acuerdo con vivir ni aceptar esa legalidad moral a fuerza de ley, ya que no es producto de la participación y consenso social a fin de regular la convivencia, pero democráticamente, sino más bien de contubernios entre negociantes religiosos y políticos,  atentando contra los DD HH de la mitad de la población, como las mujeres en el caso particular del aborto. Ese afán incesante de imponer su moral religiosa aprisiona y confunde a la mujer en su conocimiento de sí misma y la búsqueda de lo que es adecuado para su desarrollo, condicionando dicho proceso por el fin último del cristianismo que la asume como un receptáculo, una puerta para traer vida al mundo y no como un ser humano al que le fue dado al igual que el hombre la capacidad racional para decidir y emplear sus decisiones en su provecho, para la consecución de sus objetivos y deseos, este silencio forzado coarta no sólo la voluntad de poder de la mujer sino que la reduce al nivel de una bestia, a la que solo se le reconoce la capacidad reproductiva, pero no su condición humana y racional para decidir por ella conscientemente cuándo ser madre, sino para asumir la maternidad como mandato divino de una divinidad que no existe y que de existir desde la llegada a la mujer al mundo le ha conferido de un libre albedrío como norma moral para el libre desarrollo de su personalidad y que nadie más entonces puede estar por encima de la dignidad naturalmente conferida por esa entidad ‘divina', ni siquiera quien se hace llamar su representante en la tierra.

Para que se produzca el despertar de la conciencia de la Súpermujer se le debe liberar de las cadenas morales y religiosas que irracionalmente la mantienen ajena de sí misma y aprisionada el alma racional.