Aumento de penas, creación de nuevos delitos, reducción de la edad penal para juzgar, ampliación de las facultades policiales, son todos temas que responden a una visión del Derecho Penal como la única esperanza en la disminución de la conflictividad, responden al llamado populismo penal.

El populismo es también una forma de hacer políticas públicas basada en la reacción irreflexiva para hacer frente a los problemas sociales, con el único interés de satisfacer, de forma momentánea, a la población por medio de la manipulación de sus expectativas, aún y cuando estas propuestas atenten contra el mismo Estado Democrático de Derecho.

Hemos visto, sobre todo a raíz de la reforma procesal penal, cómo los sectores conservadores han ido ganando terreno en el alud de críticas a las garantías y derechos consagrados en las normas procesales vigentes, con el argumento de que este país no está preparado para tanto garantismo.

Han abanderado, bajo la consigna de la prevención del delito, una serie de reformas prestas a modificar el estatus de justicia penal garantista y efectiva, el cual nos vamos ganando con tanto esfuerzo y recursos.

Ejemplos sobrarían. Por un lado, las propuestas de modificación al Código Procesal Penal, así como a la Ley 136-03, Código para la Protección de Niños, Niñas y Adolescentes; por el otro, la creación de nuevos tipos penales en modificaciones de leyes, como es el caso de la Ley 409-08, sobre sociedades comerciales, y la criminalización de ciertas acciones, como ha sucedido con el robo de energía.

La cuestión es que una sociedad con tantas desigualdades e inequidad, no puede darse el lujo de proponer políticas públicas populistas para enfrentar sus propios males sociales, y mucho menos, en el ámbito del Derecho Penal. Sería castigar dos veces al que nunca le dimos la oportunidad de hacerlo bien.

No apelo en este artículo a las teorías abolicionistas, sino a la formulación responsable de una política criminal que parta de un enfoque preventivo de la gestión de la conflictividad.

Los problemas que existan en la implementación efectiva de cualquier norma, salvo cuestiones procesales mejorables, deben solucionarse con la profesionalización de los actores que están llamados a operativizar estas reformas (fiscales, policías, jueces y defensores), con una asignación presupuestaria justa que permita hacer viables los cambios, así como con un mecanismo confiable de evaluación de su implementación, nunca con la opción de sacrificar las garantías ciudadanas y los derechos fundamentales por salir del paso y satisfacer las demandas del momento, muy válidas, pero no fundamentadas en realidades.

El Derecho Penal puede ser necesario hoy día para disuadir y castigar la comisión de los grandes crímenes, pero no es la panacea a los problemas sociales, los cuales deben ser encarados desde una perspectiva integral que tome en cuenta el contexto social donde se cometen los crímenes y delitos. Recordemos, tal cual señala Elena Larrauri en uno de sus interesantes artículos,…la ley penal no es inherente a las sociedades. La expropiación del conflicto a la víctima no es más que un fenómeno de la inquisición medieval.

Por tanto, no sigamos buscando la solución en él, porque no la tiene.