La Administración de un Estado Social y Democrático de Derecho tiene la obligación de garantizar la realización de los derechos fundamentales, es decir, de asegurar la materialización de un conjunto de disposiciones iusfundamentales que tienen como finalidad el desarrollo de las personas en un marco de libertad individual y de justicia social (ver “La función esencial de la Administración Pública”). Esto, sin duda alguna, sitúa a las personas en el centro de las decisiones administrativas, de modo que son éstas quienes justifican la existencia de los órganos y entes públicos (ver “La posición central de las personas en las decisiones administrativas”).
Esta posición jurídico-constitucional de las personas tiene consecuencias importantes. En primer lugar, transforma la relación existente entre el Estado y la sociedad, pues los ciudadanos asumen un rol activo en la gestión pública, lo que democratiza la actividad administrativa al dotar de prerrogativas a los ciudadanos para que puedan definir y estructurar la actividad de los órganos y entes públicos. En segundo lugar, genera el reconocimiento del derecho fundamental a una buena administración. Y, en tercer lugar, obliga a la Administración a adoptar las medidas necesarias para la protección efectiva de los derechos de las personas y para asegurar la obtención de los medios que les permitan perfeccionarse de forma igualitaria, equitativa y progresiva (ver “El sometimiento de la Administración a la ley y el Derecho”).
De lo anterior se infiere que el derecho fundamental a una buena administración constituye una de las principales consecuencias de la centralidad de las personas en el Derecho Administrativo, pues obliga a la Administración a servir a los ciudadanos con apego a un conjunto de derechos subjetivos que condicionan la actividad administrativa a la mejora integral de la vida de las personas. Estos derechos tienen como finalidad, en síntesis, (a) garantizar la participación constante de las personas en las decisiones administrativas, (b) consagrar a la Administración como “un instrumento encaminado al bienestar integral y permanente de los ciudadanos” (Rodríguez-Arana, 2007) y, (c) fijar la protección de los derechos fundamentales como la actividad permanente de la Administración. En palabras de Marienhoff, la Administración es “la actividad permanente, concreta y práctica del Estado que tiende a la satisfacción inmediata de las necesidades del grupo social y de los individuos que la integra” (Marienhoff, 2002).
El objetivo esencial del derecho fundamental a una buena administración es asegurar que la Administración atienda a las necesidades colectivas y, en consecuencia, actúe de forma imparcial y equitativamente al servicio de las personas. Así lo dispone el artículo 41 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, al establecer que "toda persona tiene derecho a que las instituciones y órganos de la Unión traten sus asuntos imparcial y equitativamente y dentro de un plazo razonable". Esta Carta es el primer documento normativo en reconocer la buena administración como un derecho de los ciudadanos y surge como una garantía de las personas frente a la arbitrariedad y desidia de los órganos administrativos, es decir, como una garantía frente a la “mala administración”.
La «buena administración» supone una Administración vicarial dedicada a mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos a través de la protección de sus derechos fundamentales, lo que implica una Administración transparente, participativa, eficiente, accesible, sujeta al ordenamiento jurídico y con una actividad contestable. Para esto, el legislador impone un conjunto de obligaciones que van desde el deber de asegurar el acceso de las personas al procedimiento administrativo, a los servicios públicos y a los servicios económicos de interés general, hasta la obligación de emitir una respuesta oportuna y motivada. Ahora bien, no cualquier acceso a la Administración cumple con el derecho fundamental a una buena administración, sino aquel que asegura la máxima efectividad de los derechos de las personas en un plazo razonable y sin dilaciones innecesarias. De ahí que el derecho a una buena administración no se extingue en el desarrollo formal del procedimiento administrativo, sino que sus efectos comprenden además la razonabilidad de las decisiones administrativas.
En nuestro ordenamiento jurídico el derecho a una «buena administración» constituye un derecho fundamental implícito que se deriva de las obligaciones impuestas en los artículos 138, 139 y 146 de la Constitución. Así lo reconoce el Tribunal Constitucional, al señalar que estos artículos configuran implícitamente “un derecho fundamental nuevo”, denominado el “derecho al buen gobierno o a la buena administración”. De ahí que las personas tienen el derecho de “exigir el imperio de los parámetros propios de la buena administración en sus relaciones con las instituciones públicas, los cuales imponen a la Administración el respeto de un estándar de comportamiento en sus relaciones con los administrados” (TC/0322/14 del 22 de diciembre de 2014). Este derecho se concretiza legalmente en las disposiciones del artículo 4 de la Ley No. 107-13, el cual consagra un conjunto de derechos subjetivos que condicionan la actividad administrativa. Durante las próximas semanas, abordaré cada uno de estos derechos.03