La competencia interna por la candidatura presidencial puede llegar a ser, muchas veces, más destructiva que la disputa con los partidos contrarios durante la campaña electoral. Como consecuencia de ello, después que un partido escoge su candidato, se ve precisado a embarcarse en un proceso de reunificación que no siempre concluye exitosamente.

En una comunidad política carente de vocación democrática, como la nuestra, en la que quienes admiten la derrota y se integran de inmediato a la campaña de sus partidos constituyen la honrosa excepción, no resulta extraño encontrar precandidatos, resentidos por la derrota, que apuestan al fracaso de sus formaciones políticas, ni, por el otro lado, con triunfadores soberbios que, presos de la ceguera que produce el éxtasis de la victoria, excluyen de la campaña a los adversarios internos, creyendo, erróneamente, no necesitarlos para ganar las elecciones.

Cuando un político lúcido se encuentra en esa compleja tesitura procura evitar ausentarse de la campaña, aunque tenga que soportar las peores ofensas y el menosprecio de los triunfadores, para no ser responsable de la derrota y, en consecuencia, estampado con la marca imborrable del traidor.

Sin embargo, algunos líderes se pasan de astutos y al sufragar muestran la boleta, para tener la seguridad de que nadie pueda acusarlos de traidores, convencidos de que para quienes los derrotaron en las internas, ese día decisivo, como diría el filosofo griego Nikos Kazantzakis, ‘el triunfo es la derrota’.

Para la Enciclopedia Electoral ACE, “el voto secreto es un elemento esencial de la integridad porque brinda a los votantes la independencia de elegir según su voluntad”.

Si el voto no fuera secreto muchos electores lo cambiarían a causa de la intimidación y la coacción a la que podrían ser sometidos. De igual manera, la compra de votos sería totalmente efectiva, ya que el vendedor le podría mostrar su voto al comprador.

El secretismo del voto juega un papel preponderante para la libertad del sufragio, razón por la cual aparece consagrado en el artículo 208 de la Constitución de la República, la cual, además, establece categóricamente que nadie puede ser obligado o coaccionado, bajo ningún pretexto, a revelar su voto.

Por su parte, la Ley Electoral lo contempla en su artículo 122 como un derecho y un deber para el elector, al tiempo de prohibirle, terminantemente, exhibir la boleta con que vote, ni hacer manifestación alguna que pueda violar el secreto del voto.  En ese sentido, mostrar la boleta es un delito electoral que se castiga con prisión de tres meses a un año y multa de 2 mil a 5 mil pesos, de conformidad con el numeral 12 del artículo 174 de la referida ley.

Esto quiere decir, que cuando un elector muestra su voto, sin importar que sea el Presidente de la República o un líder político, viola la Carta Sustantiva, con toda su consecuencia, así como la Ley Electoral, haciéndose pasible de ser condenado penalmente.

Desde el momento en que el elector infractor exhibe su voto, las autoridades del Colegio Electoral están en la obligación de levantar un acta que recoja ese delito, para el correspondiente apoderamiento del Tribunal Superior Electoral.

Entonces, que a ningún ciudadano, y mucho menos a un líder político, se le permita exhibir impunemente su voto.