Con asiduidad, los políticos, sobre todo aquellos que aspiran a ascender a la primera magistratura de la nación, esgrimen el debate como un medio para descalificar moral y/o académicamente a sus adversarios; actitud que desvirtúa la infalible finalidad del ejercicio de la política que ha de ser la consecución del bien colectivo.
Porque el debate político debe vislumbrarse como un instrumento enaltecedor de la democracia, en tanto que a través del mismo, aquellos que ambicionan caminar por las escalinatas de la casa de gobierno, exponen sus ideales y designios; además, de permitirle a la ciudadanía conocer más sobre la personalidad de quienes procuran gobernarle.
El debate político no ha de utilizarse como un medio de crucifixión del contrario, ni como mecanismo para proclamar a ningún postulante usufructuario de la verdad absoluta. Más bien, debe constituir un escenario en que cada uno exponga sus ideas y los demás puedan evaluarlas y rebatirlas libremente, si fuere de lugar, porque así se construye una verdadera democracia. Un buen debate sería un excelente abono para lograr el consenso en el tratamiento de temas de gran relevancia social.
La carencia de seriedad con que suele articularse el debate político en nuestro medio, ha generado el descreimiento de la sociedad frente a las propuestas en época de proselitismo; y, a consecuencia de ello, los dominicanos se han tornado huidizos al momento de valorar la retahíla de discursos con características redentoristas, y con reiteradas proclamas de que se posee la varita mágica para resolver de un solo tajo todos los males y carencias de la sociedad.
Sin embargo, si el control social obligara a los políticos a articular un debate político serio y sincero, y les dispensara un implacable castigo a los demagogos, lograríamos contrarrestar las denominadas prácticas populistas, que no valen más que para abrirles las puertas a caudillos, que forjan en el pueblo la ilusión de que su gobierno redistribuirá las riquezas. Y además nos evitaríamos que muchos de los llamados líderes populistas incurran en el manejo inapropiado de los caudales públicos, degenerando inestabilidades macroeconómicas perjudiciales para la democracia y la gobernabilidad.
El ex presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy, dejó su nombre escrito en la historia de los debates políticos, cuando 1960 se enfrentó contra un adiestrado Richard Nixon – quien contaba con la generalidad de las predilecciones electorales-; e invirtió el panorama político de aquel entonces. Nuestras pretensiones es que hoy se retome el debate político, no como un mecanismo de confrontación innecesaria, sino como un instrumento que le permita al elector extraer conclusiones positivas respecto a las propuestas de los candidatos, y en un futuro poder pasarle factura a aquellos que tejieron promesas demagógicas solo con el propósito de conseguir adeptos.