Cuando el humor del mes junio va abandonando las calles de esta ciudad, el aire huele a lluvia. Durante la pandemia, el pedacito de calle que se avista desde mi ventana se ha convertido en mi Ciudad de México, en mi mundo exterior. Es un ángulo obtuso, que divisa un tramo de las vías del ferrocarril, hoy rodeado por un parque lineal. También abarca la entrada de la tiendita de abastos Oxxo, una especie de colmadito mexicano. En el Oxxo que está a mi vereda se estaciona un coche de la policía. Los intervalos de luces azules y rojas de su sirena reflejados en un edificio vecino suelen despertarme. A partir de que empezó la cuarentana, los oficiales pasan las madrugadas comiendo botanas en el pequeño negocio.
Desde el interior de la casa en la Séptima de Soto, se vería la llegada de los últimos días de junio en ángulo agudo. Se trata de una calle angosta. Los ventanales de esa residencia de la colonia Guerrero, a media hora en vehículo moderno de la colonia Ampliación Granada, esta última donde vivo, divisarían un exterior promisorio. A pesar de ello, el olor a lluvia y a café colado, fuerte y recién molido, según la costumbre caribeña, serían los mismos en ambos hogares. Los muchachos dominicanos que la habitaron lo sorbían divisando los pinos, los sabinos y los ahuehuetes sembrados en las banquetas (acera para los mexicanos) de la calle de Soto en sus mejores verdes. Rociados por las precipitaciones templadas propias del mes, los árboles leñosos agregarían encanto a las cerámicas de talavera de las fachadas de las casas vecinas. Seguro Max, recién llegado, prestaría más atención a esos detalles que atraen al extranjero. Mientras Pedro, como era su costumbre, leería en voz alta alguna obra de Federico Nietzche o de Henrik Ibsen, autores que tanto le entusiasmaban en esos días.
La madrugada del 29 de junio, antes de revisar la fecha en mi teléfono celular, noté que el gris del amanecer había aumentado su plomo. La atmósfera atemperada tropical de julio presionaba a junio a salir del calendario. Recuerdo nuestro primer verano en esta ciudad en el año 2015. Estoy segura que Pedro, en 1906, y luego a Max al año siguiente, se harían la misma pregunta que nosotros: ¿Cómo adivinar el verano en esta altitud? En junio de 1907, de camino a la casa la Séptima de Soto, donde ocuparía un cuarto junto a su hermano Pedro y un par de compañeros mexicanos, Max, el más pequeño de los Henríquez Ureña, con diecinueve años estaría acostumbrándose a la altura; así como al hecho fascinante de encontrar a su hermano Pedro, de veintiuno, convertido en periodista del diario El Imparcial y rodeado por los principales jóvenes literatos de México.
Mientras caminaba con mi hijo Simón para ir hasta al parque donde hacemos ejercicios físicos, leo en Twitter que El Imparcial recoge las declaraciones de Claudia Sheinbaum: Con la llegada de julio, la megalópolis pasará a alerta naranja, anunciaba la Gobernadora de Cd. de Mx. Todavía en alerta roja, mi hijo y yo analizábamos con cautela nuestras pisadas. La vía ferroviaria, es lugar por donde evitamos no pisar el enemigo microscópico. Por ellas llegaron los hermanos Henríquez Ureña, más de cien años atrás a la capital mexicana desde Veracruz. Así lo cuenta el Pedro: Llegué a México el 21 de abril. Había viajado de día por el Ferrocarril Mexicano y observé la famosa vía, que no me causó el asombro esperado. La impresión del joven narrador, contrasta con la emoción que siento cuando escucho por las mañanas de quietud de la megalópolis paralizada por el virus, el silbido del ferrocarril que cruza a una cuadra de donde vivimos. En cada ocasión, se reproduce en mi mente la escena del encuentro de los dos hermanos en 1907.
Pedro y Max se reencontraron por donde caminamos mi hijo y yo por las mañanas. El menor convenció al padre, que dejó en Cuba, de seguir los pasos del primero. Como cuestión previa, estuvo primero en Santo Domingo para tomar examen de bachillerato. La emigración forzada para huir de la persecución de Ulises Heureaux contra el padre de los muchachos le había impedido titularse. Debía resolver ese pendiente a efecto de abrazar como su hermano, el sueño mexicano. Desde que llegó, salieron a buscarle empleo para justificar su permanencia en el país. En un junio paralelo, en casa andamos pendientes de asegurar el de Simón. Julio es el mes de la renovación de su visa de estudiante y la prescripción no se suspendió con la paralización de actividades por parte de las oficinas públicas. Con el cambio de semáforo anunciado por la gobernadora, hay que apurarse a renovar su status migratorio con la documentación que demuestra lo que está haciendo actualmente para seguir aquí.
Mientras caminábamos, vimos al sol rebasando la cadena de montañas que cubre el valle de México. Por esos breves minutos, se avista en su tono naranja, no obstante, lejano y difuso. No calienta como lo hará en el Caribe, donde las emociones intensas por proceso electoral combinan con su tono. Ataviados con mascarillas y gel anti-bacterial encontramos a Leo, nuestro entrenador, e iniciamos la rutina. Es aconsejable estar en buenas condiciones físicas, por si nos alcanza el contagio. A esas mismas horas, en esta misma ciudad, Pedro saldría a buscarle trabajo a su hermano. Lo intentó en El Imparcial, sin éxito. Sin embargo, con poco esfuerzo, lo conseguiría después en otro periódico donde tuvo Max un buen desarrollo profesional como periodista al igual que su hermano.
El parque donde hacemos ejercicios está como hace cien días; casi desierto, excepto por otro enmascarado que cada mañana pasea un beagle y un poodle desde la sana distancia. Pisamos el revestimiento de goma diseñado para que los niños no se lastimen al caer de los columpios, atados por una cinta colocada por la policía que patrulla sin molestarnos. Son amables y con sus uniformes azules siempre me recuerdan al Patrullero 777. La escena solitaria y la sensación de vivir en un estado gendarme, que impide a los niños pasar hasta el parque parece gritarles, mientras miran desde sus ventanas, Prohibido ser felices.
A esa hora, por el contrario, Pedro estaría ocupado avanzado en el tranvía por una ciudad ruidosa, camino a buscar noticias en los Ministerios, hacer reseñas de las Cámaras, escribir trabajos breves de la actualidad, y hacer crónicas de obras de teatros. Simón, Leo y yo veíamos sobrevolar los primeros aviones; luego de que los cielos se quedaran vacíos por tres meses. Ninguna de las oficinas gubernamentales o teatros que tenía que recorrer Pedro para agotar sus tareas en El Imparcial estaban abiertas en los meses de primavera de 2020. Estábamos en una Ciudad de México suspendida en una extraña realidad. En tanto, Pedro recibía el cable que indicaba que Henrik Ibsen había fallecido en la ciudad de Oslo recientemente. A Pedro se le ocurrió una buena idea, organizar una velada en su honor.
Simón y yo regresábamos a casa. Nos movíamos con cautela. El piso estaba mojado, llovió toda la noche.
—¿No te despertó el rayo que cayó cerca de las 3:00 A. M.? Me preguntó mi hijo.
Se refería a un estruendo que parecía enviado por dioses, como jamás hemos escuchado uno en Santo Domingo, ni en el más feroz huracán. Preguntaba sin espanto. Acaso solo para verificar que no lo soñó. Después de pasarme varias semanas más interesada en el proceso electoral dominicano, he sufrido un contagio benigno: el humor calmo de mi hijo. He quedado una vez más, edificada acerca de su serenidad. Hace algunos días, un movimiento telúrico de 7.5 en la escala Richter sacudió a tres países de Mesoamérica. Mientras un edificio se movía en círculos con nosotros adentro, su fortaleza, la que aseguro no hereda por la vía materna, ha sido la fuente para recuperar los propósitos que me hice cuando inició el encierro. A sus veintitrés años, la libre circulación no se ha detenido por la alerta roja en que se mantuvo la megalópolis durante la primavera. Simón circula por sus pensamientos y planes. Si un terremoto no le altera, ni le aleja de sus propósitos, un proceso electoral en el que el destino nos ha impedido participar, menos. Hay que inventarse otra forma de participación democrática desde el extranjero.
En otro junio, pero a inicios de siglo XX, cuando por otros motivos, Pedro, con veinte años, llegaba a esta ciudad, entre motivos, porque volver a Santo Domingo no era una opción escribía: la peculiar sensación de hallarme desligado hasta de amistades cercanas, y el placer que en ello sentía, me indujeron a no buscar relaciones en un mes.
Por primera vez en largos días, quise salir a un sitio distinto al supermercado, la farmacia o el parquecito donde nos ejercitamos. Le pedí a Ricardo, mi esposo, que me llevara a la Séptima de la calle de Soto, de la Colonia Guerrero.
—¿Qué queda ahí?
—La casa de Pedro y Max.
—No creo que los encuentres, pero vamos, respondió mi esposo acostumbrado a mis pedimentos extraordinarios y con la misma naturalidad revisó Waze y allí encontró la localización de mi interés.
Al rato, nos dirigíamos guiados por la plataforma de navegación, en uno de los últimos días de junio en que Ciudad de México se mantiene en alerta roja. Los negocios permanecían cerrados y solo cuando nos acercamos a las colonias que ahora son de clase obrera, vimos a personas afuera la mayoría con sus mascarillas y vendiendo pequeños artículos y comestibles con bastante prudencia.
Waze, en un gesto de buen gusto, escogió llegar por Paseo de la Reforma hasta la colonia Guerrero, cercana al Centro Histórico. En el trayecto nos topamos con el Ángel de la Independencia. Suspendido por cables, el mismo monumento que describe Pedro a su llegada, luce como la humanidad en 2020, "en reparación". Además del GPS, nos guiábamos por otra referencia. Venía con mi ejemplar del Tomo 3 (1899-1910) de las Obras Completas de Pedro Henríquez Ureña, publicado por el Ministerio de Cultura de la República Dominicana. Trabajo coordinado por el buen amigo Miguel D. Mena. Pedro describe: Max llegó a México en febrero de 1907 y tomamos una casa, en unión con Luis Castillo Ledón y de su hermano Ignacio, en la Séptima calle Soto.
—Debe ser por la parte antigua, precisaba Ricardo.
—Pues vamos bien, agregué.
—Aquí Pedro dice: Anduve a pie por Reforma.
Imaginé al chico de veinte años viendo el mismo monumento en esplendor. En sus memorias cuenta que luego de caminar, en esa primera tarde en Ciudad de México, fue a ver una obra al Teatro Arbeau Don Francisco de Quevedo de Florentino Sanz. Y en la noche de ese mismo día, pasó al Teatro Hidalgo a escuchar la ópera Baile de Máscaras, interpretado por una pequeña compañía. Cruzamos por los teatros que otros sábados visitábamos Ricardo y yo, que permanecen cerrados. No sabemos cuándo volveremos a ver obras en vivo. No sé si como el Arbeu, que ya no existe, desaparecerán otras salas de teatro sin remedio.
Llegamos a la Séptima de Soto y entendimos que la dirección dada por Pedro en sus memorias no corresponde con la dirección de una casa en específico. En la zona antigua de la ciudad, la cuarta, la quinta o la séptima, son manzanas. Encontramos la Séptima de Soto en una señal hecha en talavera. El misterio era descifrar cuál de todas las residencias en esa manzana sería la Casa de Soto. Me puse mi mascarilla, coloqué mi gel anti-bacterial en un bolso estilo canguro y con el pelo recogido, recorrí la corta cuadra de lado a lado retratando todas las fachadas, incluso un par de ellas con arquitectura de los años cincuenta del pasado siglo. Sus moradores me miraban extrañados sin dejar de ofrecerme buena tarde.
—¿Cuál es la de Pedro y Max? Preguntó Ricardo cuando regresé al vehículo.
—No sé. Tengo que consultar con Daniel. Le respondí mientras lavaba mis manos y el forro de mi celular con el gel anti-bacterial.
De regreso a casa, mandé a mi amigo Daniel Mendoza, mexicano maestro PhD con dos tesis de posgrado y doctorado en la figura de Pedro Henríquez Ureña, la colección de fotos. Me confirmó que estaba en la cuadra correcta. Excepto que, para asegurar cual, de cuatro fachadas, que por su arquitectura podrían ser la Casa de Soto, tendría él que consultar su biblioteca en la escuela donde es maestro, al término de la cuarentena. Me advirtió que era posible que quizás la casa ya no estuviera. Pero insistí que modernas solo había tres. Me niego a que mi esperanza muera.
—¿Y entonces? Preguntó Ricardo mientras chateaba con Daniel.
—Hay que esperar que pasemos a alerta amarilla o verde, respondí descubriendo mi desencanto y mi cara al quitarme el cubre-bocas de neopreno.
Quería escribir el presente artículo en ocasión del natalicio de Pedro Henríquez Ureña, mostrando el lugar de los hechos de su cumpleaños núm. 22. Pedro cuenta: Al entrar yo a Savia moderna, acabada de morir Ibsen, y di la idea de que se hiciera una velada en su honor; se invitó a Salvador Díaz Mirón, para que recitara su oda inédita a Ibsen, pero el poeta veracruzano no contestó, y la velada no se llevó a cabo. Poco después ideamos dar comidas íntimas, cuya idea surgió de una que di a los que eran mis conocidos el día de mi cumpleaños, el 29 de julio de ese año: asistieron: Gómez Robelo, López, Manuel de la Parra, Emilio Valenzuela, González Peña, Escofet, Castillo Ledón y algunos más.
Mientras salíamos de la parte antigua de la ciudad, donde los mariachis llevaban cubre-bocas y esperaban ser contratados y llevados para amenizar alguna celebración doméstica, Daniel me hacía una importante aclaración por WhatsApp. La Casa de Soto, era el lugar de encuentro de los ateneístas. Por tanto, además de estudiar las memorias de Pedro, me aconsejaba repasar el epistolario entre Pedro y Alfonso Reyes, además de otros textos, para verificar la importancia de la vivienda en la conformación del movimiento cultural. El día 29 de junio, día del natalicio de Pedro Henríquez Ureña, la temperatura bajó varios grados. La convección de la atmósfera que llega desde las profundas zonas tropicales, empezaron a transformar las aguas cálidas, en lluvia anómalas que se congelan en granizo. Desencantada con el fracaso, regresé a mi enclaustro. Siguiendo el consejo de Daniel, me puse a investigar. Encontré páginas de Savia Moderna, revista del Ateneo de la Juventud, reproducidas en un ensayo de Leticia Romero Chumacero, maestra de la UNAM. Ahí descubrí huellas de la emoción compartida por los ateneístas, ante la partida de Henrik Ibsen. Leí en voz alta y de pie, la siguiente oda, no sin que Ricardo, haciendo tele-trabajo no muy lejos de mí, me mirara extrañado: Yo, -dicen-, soy un rayo de ese núcleo divino de donde salen otros infinitos rayos. Esencialmente, por mi misma idiosincrasia, soy único, a pesar de mi semejanza con otros como rayo de luz. Dentro de la infinita gama de la luz ideal, soy, como ella, enemigo de lo blanco. Sorprender el divino matiz de mi yo, entre los múltiples que brotan de ese núcleo ideal, es el fin de mi vida». Tal es la enseñanza que nuestros espíritus reverentes han recibido del maestro que acaba de desaparecer: Ibsen.
—¿Qué tú haces? Preguntó mi esposo.
—Cumpliéndole a alguien un viejo deseo de cumpleaños.
Cuando Daniel y yo demos con la dirección precisa, buscaré la forma de promover el rescate de la Casa de Soto y entre otros gestos, recitar odas a Ibsen frente a su fachada. Recordé el rayo que escuchamos Simón y yo la madrugada del 29 de junio, mientras leía El Nacimiento de la Tragedia de Nietzsche. El autor me exhortaba en el contexto presente: Ver la ciencia a través de la óptica del artista y el arte con la óptica de la vida. ¿Acaso fue ese rayo un recordatorio del El Nacimiento de Dionisio obra teatral escrita por Pedro en esos días?
Pensaba en la noche de ese día 29 de junio en que escribí estas líneas, mientras afuera se escuchaban sirenas de ambulancias, como casi todas las noches en estos días. Creo que, después de todo sí asistí al cumpleaños de Pedro. Creo además que el cielo plomo del junio mexicano recordó a su Dionisio. Le regaló un momento de renacimiento en mi casa con el estruendo que nos despertó. Así, sin haber cruzado el umbral de su residencia, visité la atmósfera con olor a lluvia y café bien colado que se respiraba en la Casa de Soto, encerrada en la mía. En las palabras de muchacho cumpleañero, cuando sentía alegría: ¡Gracias sean dadas a los dioses!
Para Simón.