Tal vez sea la más propio a todos nosotros, a mí. Tal vez sea aquello que poseo sin que sea una pertenencia transferible a ningún otro. El cuerpo propio, único e irrepetible es una complejidad vital que anuncia mi presencia, mi llegada al mundo y, de igual forma, mi partida. Humillado y alabado, siempre ha estado allí, irrefutable, afirmándose a sí mismo. Su sola y presencial cercanía es suficiente razón para constatarlo como verás, fáctico.

Hay miradas distintas sobre el cuerpo propio. Unas misteriosas, otras recelosas, otras cosificantes. Todas ellas tienen de común en ser, de alguna manera, parte de la verdad y no poseer toda la verdad. Fragmentarias, ellas subsumen el cuerpo a un motivo, una desdicha, una gloria, un ente portador de historia y temporalidad. El cuerpo propio es fantasía para el otro que mira desde el deseo del encuentro, carnal y vivo, rojo y mordaz.

La hipocresía del dualismo griego le arrinconó entre las cosas y allí ha estado desde entonces. Uno más entre los entes del mundo, objetivable, movible, corruptible. Hecho de materia viva que trashuma humores, vida y muerte, alegría y melancolía. El cuerpo fue el depósito, la cárcel de carne para la dignificada y dignificante razón-logos helénica. Su papel era la pasividad absoluta, el desvarío del placer indigno de la sensibilidad. El cuerpo propio fue carne y como tal exigió cuidado, cual depósito en el tiempo de la eternidad, de la belleza glorificada.

La mirada religiosa ancestral lo usó y lo disfrutó. El cuerpo fue expresión de lo divino, cercanía al otro mundo, trascendencia espontánea y efímera de la materia. El rito le adornó de cosas exteriores, pero no de virtud. El cuerpo sexuado fue mercancía entre los dioses y los humanos.

La palabra encarnada asume la historia, su y nuestra historia. Todo en uno se hizo nacimiento carnal. La palabra encarnada asumió la plenitud gloriosa del cuerpo donado, frágil y manifiesto. El cuerpo crucificado es el cuerpo glorificado, santificado en su propio misterio revelador y purificador.

El cuerpo se hizo expresión entre el barro y el aceite. La luz y la sombra dijeron con firmeza su belleza, sus contornos, sus anchuras, sus profundidades recelosas a la mirada extraña. El cuerpo propio se hizo arte perenne bajo un paisaje inmóvil.

El cuerpo objetivado, cosificado, adolorido, enfermo. La mirada experta retornó la materia carnal a las cosas manipulables, experimentables en las sombras. El cuerpo objetivado se hizo técnica y ciencia.

El saber lingüístico lo hizo límite del mundo y de sí mismo. El cuerpo propio es y no es mío, es activo y es paciente. Como uno más entre las cosas, el cuerpo propio designa lo que no es transferible a ningún otro: un órgano no es mi cuerpo. Mi cuerpo sin uno de sus miembros, sigue siendo mi cuerpo.

El cuerpo propio no me pregunta por quién soy, me lo constata irrefutablemente. “Soy este cuerpo que dice yo” (Nieztsche) y que actualiza mi presencia bajo la mirada del otro; pero también es lo más mío cuando la soledad radical me abruma. Es el otro-siempre-presente en mí.

El cuerpo cansado. Voz y silencio. Ganancia perdida sobre los hombros del tiempo. Atardecer del día en que la espesura del bosque oscuro se hace más cercana, más agónica. Ausencia de energía y potencia, tan lleno de pasado y huérfano de futuro. El cuerpo cansado es conminación, es deuda para la memoria. El cuerpo cansado vive de memoria.

El cuerpo muerto. Misterio revelador de lo que fue y no volverá jamás. El cuerpo muerto es depósito de nueva vida en la materia, transformación de partículas. Todo en uno, uno en todo.

El cuerpo resucitado. Fe y deshielo. Lenguaje que vuelve a ser palabra, verbo infinitivo. El cuerpo transfigurado que se sabe más propio, más cósmico. Eternidad vuelta migajas de polvo bajo la mirada del tiempo y el espacio. El cuerpo que ya no es propio ni de sí, sino una ráfaga distante de luz; metáfora de otros sueños, anhelos de otros deseos que se saben cuerpo propio en otro tiempo y otra historia. Solo entonces, mi cuerpo propio ya no es mi cuerpo, sino otro-cuerpo-propio de un alguien que inicia y enriquece la materia viva.