Hace unos días se armó un zaperoco moralista-puritano entre varias personas, hombres y mujeres, a raíz del gesto de protesta de la artista chilena Mon Laferte en la más reciente versión de premiación de los Grammy Latino. La artista mostró sus pechos desnudos con un mensaje relacionado a la situación actual en su país, Chile. Algunos se taparon los ojos para no ver, otros rasgaron sus vestiduras y sometieron sus rodillas al piso, hincados e indignados por semejante atrevimiento. Hubo quien acudió al odioso término de feminazi.

Pocos parecen entender por qué el cuerpo se convierte en instrumento para la lucha contra la violencia, a pesar de que sí pueden ver que es el cuerpo el que la recibe. No es fortuito que sea el cuerpo donde se imprima la violencia como expresión extrema. Cuando la degradación de lo femenino ya se ha instalado en el imaginario colectivo, gracias al diseño de estructuras sociales y el fomento de políticas que así lo propician, violentar el cuerpo termina siendo el recurso culmen que remarca el mensaje de sometimiento y obediencia, al tiempo que logra drenar la moral y autovaloración de quien lo posee.

Cuando el dueño del cuerpo violentado se doblega al acto violento, se consolida la victoria del abusador, y esto es tan grave en sí mismo, como lo es el hecho de que se convierte en mensaje multiplicador para otras mujeres. El abuso sobre el cuerpo despoja simbólicamente a su dueño o dueña de su territorio por excelencia. De ahí que su uso en  la protesta en cierta forma reivindica ese hurto; es una manera de rescatar la expropiación de un valor indivisible, porque te roban el cuerpo, lo golpean y lo laceran, lo mercantilizan, pero sigues llevándolo contigo.

En edades tempranas la mujer es sometida a muchos condicionamientos que delimitan su comportamiento. Situaciones aparentemente nobles y nimias ocurren en los primeros años. A los niños no se les suele decir “siéntate bien, ¡así no se sientan los hombrecitos!”. En cambio, a las niñas no solo se les exige que “deben” sentarse bien, también se les enfatiza que “así no se sientas las niñas”. “¡Cierra las piernas!” es la instrucción obligatoria que sigue a la mirada que inevitablemente nos remite a esa parte del cuerpo que todos sabemos. Las mujeres crecemos con la consciencia de llevar entre las piernas algo así como una bomba atómica que puede hacer volar el mundo en pedazos.

A las niñas hay que peinarlas "como debe ser”. Prolijo, en orden, coletas bien apretadas. ¿Llevarlo suelto?, solo para ocasiones especiales; y los lazos y cintillos, por muy incómodos o pesados que sean, los imponemos aún hoy a bebés recién nacidas, con adornos más grandes que sus propias caritas. Y por favor, no hablemos de las tetas; las niñas de 9 y 8 ya están obligadas a llevar una suerte de brasier juvenil porque los pechitos ya empiezan a brotar y no es correcto que esto se note.

Ya de grandes, si la naturaleza te dotó de caderas y trasero pronunciados, tienes problemas, porque cualquier pantalón te quedará ajustado, y en tu lugar de trabajo dirán que esa no es la forma de vestir porque puede ser provocativo. Solo que la única manera en tu cuerpo no destaque es escondiéndolo en una túnica como si pertenecieras a la Orden Franciscana. Lo mismo puede ocurrir si tus pechos son copa D. Sea llevando cuello alto o cuello V, ahí estarán “tus niñas” reunidas para provocar. Si tienes poco trasero, pechos pequeños y cadera “discreta”, entonces no llamas la atención, “no luces tan femenina”. Parece ser un fastidio de muchas o todas maneras.

Con el cuerpo de la mujer parece haber siempre una discusión, pero ese relato de disputa, vergüenza, falta de decoro -y mil construcciones equivocadas más- se genera desde fuera, y termina reproduciéndose de formas muy tóxicas dentro de la mente de muchas mujeres. Con esta instalación ya montada, la violencia material no solo se vuele más fácil, sino que es el acto que sella el dominio. La alienación llega a ser tanta, que algunas mujeres se asumen como responsables de ser vícitimas de violencia, o la misma sociedad las señala como las culpables.

De una amiga conocí este eposodio que les comparto. Ella visitaba un gimnasio y llegó a resultar molesto porque frecuentaba bastante el área de las pesas. Estar en el lugar, siempre atestado de hombres, llegó a convertirse en todo un reto para ella. No importando qué tan holgada o larga fuera su camiseta, si los varones le hablaban siempre se fijaban en su entrepierna y llegaron a darse situaciones bien necias. Me cuenta que luego de hartarse de la situación se le ocurrió la brillante idea de vestir varios días solo con un enterizo que le quedaba como una segunda piel. ¿Quieren ver? ¡Pues van a ver, y mucho!, me dijo. Inteligente y directa, su cuerpo fue su instrumento. La estrategia funcionó, porque dejaron de fastidiarla.  Este es un ejemplo particular, naturalmente. Las protestas en masa representan el problema de la violencia contra mujeres en su forma más dramática.

Los hombres –y un buen número de mujeres- deben saber que muchas estamos verdaderamente hartas del irrespeto, desconsideración y violencia, y que el cuerpo es el instrumento porque es el sometido, escondido, abusado, negociado, vejado, penetrado, cortado, violado, maltratado, asesinado. Y cuando una mujer se da el lujo de decidir sobre él para protestar, intenta rescatar su poder como única dueña de este. Es una lucha en la que la mujer grita ¡Basta! ¡Mira, satúrate, púrgate, porque estoy hastiada de tu maldito abuso!

La mujer que encuentra asqueante este recurso en la protesta, deberá preguntarse qué parte de su indignación obedece al relato de sumisión al que ha sido inducida. Los hombres que se burlan o se escandalizan, tendrán que descubrir sin son la propia justificación del gesto.