Wali Antonio Polanco Vásquez, un joven colmadero de la comunidad de Don Pedro, tosía insistente. Tenía un catarro agudo, un acentuado dolor de cabeza y una fiebre abrazadora. Amigos y familiares lo convidaron a ir al médico, pero él se negó. Alegó que no iría al hospital a tratarse una simple gripe. Una semana después su situación de salud empeoró y hubo que trasladarlo de emergencia a una clínica de Puerto Plata, a más de setenta y dos kilómetros de distancia. Allí murió.

Apenas tenía 24 años de edad, unos 5 pies 7 pulgadas de estatura y un peso como de 300 libras. Era una persona seria, dinámica y muy querida en la comunidad.

El abrumador sobrepeso de Wali nunca fue una limitante para trabajar con tesón y sin descanso. En Don Pedro se le conocía como el gordo de la sopa, debido a que los domingo y lunes, desde la madrugada, se dedicaba a vender sopas. Se trasportaba en una motocicleta Honda 70 CC, de las llamadas “busca moro”, y eso precisamente era lo que hacía Wali con ella, ganarse el sustento de su familia.

La gente de la comunidad lo veía cruzar raudo en su motor cargado con sacos de víveres para la venta en el colmado y siempre expresaban un lamento por el pobre motor.   

Él era de trato afable y buen amigo. Su buen comportamiento, decencia y honradez no fueron suficientes para que la clínica Unión Médica del Norte lo recibiera en medio de la gravedad. La negativa del centro de salud privado se debió a que, según la Unión, no había camas disponibles. Pero la verdad parece ser otra: Wali no tenía seguro médico. El rechazo obligó a los familiares a trasladarlo a un hospital privado de médicos con valores más apegados al juramento hipocrático, en Puerto Plata.

Wali Polanco nunca pasó desapercibido, excepto a las estadísticas del Covid-19. Cuando se anunció que dio positivo de coronavirus se armó un reperpero entre los que estuvieron con él en los días anteriores. En la comunidad la gente duró tres días pendientes de las estadísticas diarias del Ministerio de Salud Pública y siempre anunciaban “cero muertes nuevas en Santiago”. Lo que producía un respiro momentáneo. Ahora, cuando murió a destiempo y se confirmó la causa, el susto es mayor.

Wali Polanco era un joven rebosante de vida y hoy ya no tiene ninguna. El Covid-19 se lo llevó en un abrir y cerrar de ojos. También se fueron con él los rituales fúnebres.

Los rituales fúnebres

En Don Pedro la pandemia era algo que ocurría lejano. Pero de pronto corrió la voz: Wali murió, Wali murió, Wali murió. Nadie, sin embargo, pudo ver su cadáver.

En efecto, el pasado 13 de abril Wali Polanco murió por Covid-19 y, ya se dijo, ni siquiera lo contaron entre los muertos del coronavirus. Le sobreviven sus hermanos Luis Antonio y Yanet del Carmen; Su esposa Walkiria y sus tres hijos: Yuliana Altagracia, Ovali y Alondra Altagracia.

El entierro fue un perfecto secreto. Apenas los asistentes superaban la docena. Nadie pudo velar a Wali una vez fallecido. Nadie pudo ver su rostro en el ataúd. Los cirios no se encendieron en las cuatro esquinas del féretro, ni en la fría capilla ardiente. El camino al cielo lo tuvo que hacer sin la luz tradicional que ilumina el trayecto para que el alma del difunto no se extravíe. Nadie contó cuentos en el velatorio, nadie bebió café ni ron.

Tampoco hubo letanías ni despedidas ni pésames. Es como si él siguiera vivo entre nosotros.

Pedro Mir escribió que  para los campesinos “la tierra no alcanza para su bronca muerte”. En la pandemia, en cambio, la muerte no alcanza ni siquiera para un simple ritual purificador.

Que descanse en paz.