Siempre me pregunto cuál pudo ser el criterio que primó en los arquitectos institucionales del Estado dominicano en 1844 y en una buena parte del siglo XIX, en lo que se refiere al control jurisdiccional de los poderes públicos. No es posible saberlo con certeza. Empero, algunas conclusiones pudieran verificarse a partir del contexto histórico en el que se desarrolló el nuevo ordenamiento jurídico dominicano:

Al momento de redactarse la Constitución del 6 de noviembre de 1844 no existía en Francia un sistema de justicia delegada en lo contencioso-administrativo. En 1844, el Consejo de Estado francés no tenía las características que hoy exhibe: en ese entonces imperaba el denominado sistema de “justicia retenida”. Esto es, el Consejo de Estado no juzgaba ni decidía las controversias de naturaleza contencioso-administrativa. Dicho órgano se limitaba a plantear—con carácter únicamente consultivo y no preceptivo—“recomendaciones” en torno a la forma como entendía debía resolverse la contestación. Pero el conflicto seguía en manos de la Administración; en lo particular, en manos del ministro a quien le competía la cuestión. Era lo que se conocería también como el sistema del ministro-juez.

Tal solución perduró hasta el 24 de mayo de 1872, fecha en la cual se instituyó por ley, ya de forma definitiva —hubo un intento fallido en 1848—, el llamado sistema de justicia delegada: a partir de ahí el Consejo de Estado decidía libremente la controversia judicial sin las ataduras propias de la todopoderosa Administración. Se había destronado así la justicia retenida. Con ello surge también el Tribunal de Conflictos, instancia que tuviera a su cargo resolver los conflictos de competencia que naturalmente habrían de suscitarse con ocasión de la dualidad jurisdiccional. En efecto, fue el Tribunal de Conflictos, y no el Consejo de Estado, quien dictara el que es sin duda el arret más famoso del derecho administrativo francés: el arret Blanc de 1873.

No había en Francia una jurisdicción especial y libre de la Administración al momento de aprobarse la Constitución el 6 de noviembre de 1844. Cierto es que el Consejo de Estado era ya un órgano reconocido en esa fecha. Su “renacer” producto del ingenio napoleónico —puesto que sus orígenes han de encontrarse en la Edad Media, en pleno “Ancien Regime”, como institución monárquica; por ello su denominación originaria “Consejo del Rey”—, data del 15 de diciembre de 1799, en la Constitución del “22 frimario”, año III de la “Revolución”. Reformado el 22 de julio de 1806, el Consejo de Estado sirvió no únicamente como “entidad consultiva” de las cuestiones de carácter contencioso-administrativo: eran conocidas sus competencias en las demás “secciones” que a lo interno del mismo funcionaban (de “finanzas”, de “legislación civil y criminal”, de “guerra”, de “marina” y de “interior”). Mas, su esplendor se remonta a la III República francesa; específicamente a la Ley del 24 de mayo de 1872. Es a partir de ahí que se producen sus “grandes fallos”, esos que fueron forjando pretorianamente el derecho administrativo. Esto ha de resaltarse: es lo que podría explicar que el asambleísta dominicano de 1875 creara, en el artículo 41 de la Constitución de ese año, un Consejo de Estado, una “jurisdicción especial” por primera vez en la República Dominicana. Y lo creó a la “imagen y semejanza” del Consejo de Estado francés. Al año siguiente, en 1876, fue aprobada la Ley núm. 1447 que regulaba “provisionalmente” su funcionamiento. No obstante, el referido organismo nunca entró en funcionamiento en su efímera existencia normativa en el ordenamiento jurídico del Estado.     

Lo relevante de esto es que a la fecha del surgimiento formal del Estado dominicano en 1844 no existía el Consejo de Estado en la forma como la que se conoce hoy día. Sus prerrogativas no eran plenamente jurisdiccionales, lo que supondría no ser el modelo idóneo desde el plano del poder judicial. Sin embargo, ¿pudo haber influido, no obstante lo anterior, en las consideraciones de quienes idearon originariamente el Estado dominicano en ese entonces?

¿Inmunidad en el ejercicio de los poderes públicos en el siglo XIX? Pensar en una inmunidad del poder frente sus desbordamientos no parecería ser una opción viable en un Estado de Derecho. Ello parecería ser una consecuencia lógica derivada del sometimiento del Estado a la legalidad: uno de los principales logros de la Revolución Francesa. Y que el control de dicho sometimiento estuviera en manos de un poder judicial independiente, bajo el “espíritu montesquiano” y de sus contrapesos, lo parecería aún más. Pero la realidad era otra. La disidencia revolucionaria (García de Enterría) concebía la separación de poderes de forma diferente. Aparecería así la ya citada separación de funciones judiciales y administrativas y su proscripción absoluta—ningún juez osaría siquiera entrometerse en el ejercicio de la función administrativa—, misma que, más allá de concebirse como principio, recibió incluso protección del no poco temerario intervencionismo penal en la vigorosa codificación napoleónica. Un proteccionismo penal que ya había llegado en 1791.

El renacer del Consejo de Estado francés en 1799 no se produjo a la par de una legislación en la que explícitamente se le atribuyeran esas funciones “consultivas” —las cuales ejercía en la forma de “dictámenes”— respecto a las “dificultades” que se suscitaran en “materia administrativa”. Esto acontece el 22 de julio de 1806, con la expedición de un decreto que organizaría y reglamentaría sus funciones. Podría decirse, empero, que desde la Ley de Organización Judicial (la llamada Ley 16-24 de agosto de 1790) hasta el 22 de julio de 1806, no existía con claridad un sistema de control administrativo determinado. La prohibición de juzgar a la Administración, prevista en el artículo 13 del título II de la ley citada de 1790, no contempló, sin embargo, un sistema alternativo de control. Los antecedentes demuestran el intencionado silencio de la Ley 16-24 al omitirse, en un último momento, un título XIII que estaría destinado a regular lo relativo al contencioso-administrativo. Y era lógico: todo el contenido de dicha normativa, tratándose de una ley de organización judicial, era el de reglamentar las competencias de la judicatura en sus distintos ámbitos. Notable es el ensayo que sobre ello hace Pascal Binczak, profesor de la Universidad París VIII, intitulado Un silencio fundador.

Que se haya concebido un sistema de control enteramente administrativo, cual ministro-juez, en el naciente Estado dominicano, no parece ser una quimera. Al contrario, luciría ser esa la determinación de unos asambleístas que no ignoraban la tradición francesa y que, dado el triunfo del conservadurismo a lo interno del movimiento independentista, la seducción por una inmunidad para la necesitada Administración, como idea, no les fuera totalmente. Recuérdese que se trata de la Constitución del 6 de noviembre de 1844, la de “San Cristóbal”, esa que, producto del asedio del prevaleciente santanismo, incorporó disposiciones tan polémicas como el sonado artículo 210, que hacía de la arbitrariedad un instrumento prácticamente legitimado ante el contexto bélico con Haití. Tan presentes tuvieron el derecho francés los asambleístas, que quien presidió la Asamblea Constituyente de 1844, Manuel María Valencia, primer presidente de la recién creada Suprema Corte de Justicia, era un jurista con una significativa inclinación francesa; incluso había traducido en 1848 los códigos napoleónicos. Buenaventura Báez, conocedor del derecho francés y quien participara en la formación de la Constitución de Haití de 1843, frecuentemente tildada de “liberal”, también formó parte de la redacción del nuevo texto constitucional. Y no puede echarse a un lado la incidencia del más genuino representante del conservadurismo en ese entonces, Tomás Bobadilla y Briones, en la confección del ordenamiento constitucional.

No hubo en los redactores de la Constitución de 1844 ningún compromiso ideológico con el derecho inglés y el monismo jurisdiccional. Ni mucho menos en que la ausencia en el texto constitucional de un modelo de control contencioso-administrativo tuviese por fin atribuir a los jueces ordinarios, aún en términos supletorios, el conocimiento de las controversias administrativas. No existe ninguna evidencia histórica de ello, al menos cual se tratara de una “cláusula general” de competencia. Lo que sí es comprobable es que en esa “primera etapa”, para utilizar la misma terminología del profesor Olivo Rodríguez Huertas, a la Suprema Corte de Justicia se le asignase la competencia para ciertas y muy específicas contestaciones de carácter administrativo. Precisamente las que involucrase a los Secretarios de Estado era una de esas.

Sin embargo, era notoria la laguna respecto de aquellos conflictos que no se enmarcaran en los señalados expresamente en la Constitución. ¿Cuál era, pues, la solución para estos vacíos? ¿La unidad de jurisdicción? ¿Jueces recién designados iban a juzgar los desmanes administrativos del santanismo en plena guerra contra Haití? ¿Qué hacer con el Código Penal y la usurpación de autoridad, un crimen que conllevaría la tipificación de la prevaricación para el juez que prohibiese una instrucción del Gobierno? Las respuestas a estas interrogantes obligan a examinar el principio de separación de funciones judiciales y administrativas. Se impone ponderar adecuadamente su alcance.

En otro momento será.