La República Dominicana transita por un tiempo histórico corrosivo que pone a prueba el funcionamiento de las instituciones y debilita el Estado social y democrático de derecho.
Esta situación se hace palmaria frente a un estado de excepción constitucional que limita o suspende derechos fundamentales y que otorga una serie de poderes extraordinarios al Presidente de la República, quien se presenta como un Cíclope ante el Poder Legislativo, con poderes extraordinarios que pueden desembocar en “mutaciones constitucionales” subrepticias.
El artículo 4 de nuestra Carta Política establece el reparto de las funciones estatales en los tres poderes clásicos del constitucionalismo liberal, al tiempo que prevé que esos poderes son independientes e indelegables en sus respectivas atribuciones.
Mediante el decreto 134-20, promulgado el 19 de marzo pasado, el país se adhirió al concierto de más de un centenar de naciones del mundo que han declarado Estado de Emergencia o de Alarma como respuesta al impacto de la pandemia del Covid-19.
Desde entonces los diputados y senadores han concedido varias prórrogas de la emergencia constitucional al Poder Ejecutivo, las cuales se suman a los 25 días de la autorización contenida en la resolución congresional 62-20 para la declaratoria inicial.
Los artículos constitucionales 263, 264 y 265 contemplan las situaciones de contingencia en las que se pueden declarar los estados de defensa, conmoción interior y de emergencia. En cualquiera de las tres estados el Congreso se mantiene reunido con plenitud de atribuciones, debiendo el Presidente de la República informar de forma continua sobre las disposiciones tomadas y la evolución de los acontecimientos. Luego, tan pronto como hayan cesado las causas que dieron lugar al estado de excepción, corresponde al Congreso disponer su levantamiento, si el Presidente se negare a ello (artículo 266 constitucional).
Por sentencia C-466 de 1995, la Corte Constitucional de Colombia ha sostenido que en lo que concierne a la efectiva configuración del presupuesto objetivo de la declaración de los estados de excepción, el Presidente de la República no dispone de discrecionalidad, por lo que se hacen necesarios los mecanismos de control que garanticen que la Administración no haga un uso excesivo y desproporcional de sus facultades constitucionales.
Sin embargo, en nuestro caso, la realidad es que ese control político es fragil y formalista, como lo demuestra el hecho de que a dos meses de la vigencia de la “anormalidad constitucional” el Congreso sólo se ha reunido para la declaratoria y las subsiguientes prórrogas requeridas por el Presiente.
Esa inercia no sólo pone de manifiesto el poco desarrollo institutucional del Congreso para cumplir con el mandato de fiscalización del Estado de Emergencia, sino que también es una expresión de lo ilusorio que resulta el control congresional en un modelo de presidencialismo en que el Poder Legislativo ha sido desde sus albores reservorio de las apetencias del Poder Ejecutivo.
En palabras del jurista español Luis Gilberto Ortegón Ortegón, “este control resulta muy precario y en la práctica inoperante, producto del régimen presidencial que degeneró en una forma de gobierno presidencialista, que se deriva en el sometimiento del Poder Legislativo al Ejecutivo, lo que hace inocuo este tipo de control”.
Al día de hoy, los debates para las aprobaciones de la declaratoria y de las prórrogas del Estado de Emergencia se han limitado a trámites formales, sin un escrutinio integral sobre las medidas adoptadas por el Presidente y su eficacia para afrontar la pandemia.
Pese a que los artículos 94 y 95 de la Constitución regulan los procedimientos de invitaciones e interpelaciones a los ministros y funcionarios, hasta el momento no se ha producido el primer debate en la comisión bicameral de seguimiento sobre temas sensibles como las medidas sanitarias, contrataciones públicas o proporcionalidad de las restricciones a los derechos fundamentales.
Una de las limitantes que se ha argumentado en la opinión pública es el riesgo de contagio del virus a que se exponen a los legisladores y funcionarios con las reuniones. Empero, la realidad es que el Congreso no ha sido diligente en explorar las posibilidades de adaptar sus reglamentos para las sesiones virtuales.
Esa posibilidad está prevista en el artículo 5 del Reglamento Interno de la Cámara Alta, que dispone: “El Senado de la República tiene su sede ordinaria en el palacio del Congreso Nacional (…), salvo en aquellas situaciones de causa de fuerza mayor o en ocasión de disposiciones adoptadas para el traslado de su sede”.
En la eventualidad actual es obvio que se trata de una causa de fuerza mayor que amerita que se tomen las medidas necesarias para garantizar el normal funcionamiento de las cámaras legislativas. Dichas medidas deben asegurar la transparencia y la pluralidad de los debates.
Para tales fines, las cámaras Alta y Baja deben tramitar la información previa a los legisladores sobre los asuntos a ser conocidos, como lo establece el artículo 85 del Reglamento Interno de la Cámara de Diputados cuando expresa, “el debate no podrá iniciar sin la previa publicación o puesta a disposición de la documentación que le sirve de base (a las sesiones), por lo menos con un día laborable de antelación”.
Pero, como remedio a falencias del control político, el tratadista Daniel Zovatto sostiene que “ante lo disímil de las circunstancias que pueden resultar en la declaratoria de implementación de un estado de excepción, surge la imperiosa necesidad de fortalecer los medios de control, especialmente el del control jurisdiccional, para que el órgano encargado de la defensa de la Constitución actúe como guardián de la misma y en el momento de juzgar las medidas de excepción actúe sin benevolencia y tome la decisión acorde a la Constitución”.
En nuestra próxima entrega abordaremos el control constitucional de estos estados de “anormalidad constitucional”.