Pese al esfuerzo de organismos gubernamentales, y no gubernamentales, así como de organizaciones multilaterales, por concientizar a la población sobre la importancia de disminuir los consumos superfluos –que favorecen  estrictamente la coacción que ejercemos sobre los recursos que nos suministra el planeta–, el consumismo ha aumentado de forma bochornosa.

En el afán por lograr un convenio universal que favorezca la reducción de los gases de efecto invernadero; en el curso de los últimos 20 años, se han enarbolado numerosas cumbres, la próxima a celebrarse en Paris, en el mes de diciembre del año en curso.

Los que se han mostrado optimistas en torno al tema, afirman que el cambio climático es producto de la dinámica natural del planeta, más no de la conducta humana como la generalidad asevera. Sin embargo, se trata de una conjetura poco probable, promovida quizás por conglomerados industriales, beneficiarios de los consumos desmedidos.

Coartar el flagelo del cambio climático es labor de todos. Mientras que sobre nuestros gobernantes reside el compromiso de propulsar políticas inclinadas a frenar la contaminación, sobre la colectividad descansa la obligación de acatar y respetar las suscitadas medidas.

La dilapidación de las riquezas naturales de nuestro planeta es la causante del cambio climático. Con asiduidad, lastimamos animales, originando con ello la extinción de especies; destruimos bosques –en consecución de materia prima para hartar  un consumo absurdo–, generando así la desaparición de sumideros de dióxido de carbono. Y conculcamos las fuentes de agua para con ella producir bebidas infructuosas.

Hemos adoptado el hábito de usar y tirar. Hoy día, seducidos por los incesantes cambios de la moda, y los avances de la tecnología, desechamos productos –tales como prendas de vestir y electrodomésticos– con muy poco uso; practica mediante la que contribuimos a intoxicar el medio ambiente.

Es ineludible que arribemos al consenso en lo relativo a la manera de suplir nuestras carencias presentes, sin comprometer la capacidad de las generaciones venideras de satisfacer las suyas. Vivimos en un planeta frágil, al que mediante los consumos frívolos, estamos socavando. El mismo nos está advirtiendo sobre el estado de penuria en el que lo hemos colocado, a través de la exteriorización de fenómenos insólitos, tales como inundaciones inesperadas, corrientes marinas y el calentamiento global. Es la población joven la primera que ha de tomar conciencia de las secuelas de los hábitos insulsos de consumo. Y ajustar su práctica a sus necesidades reales y las de nuestro entorno.