Adrian Vermeule le ha asestado a la teoría constitucional de Ronald Dworkin lo que, en la terminología de Slavoj Zizek, nutrida de la escena final de ‘Kill Bill 2’ de Quentin Tarantino, es la “técnica del corazón explosivo con cinco puntos de palma”, el golpe más mortal en las artes marciales. Aunque en su artículo en The Atlantic, intitulado “Beyond Originalism”, el eminente jurista hace una fuerte crítica al originalismo, utilizando la herramienta de la “lectura moral de la Constitución” de Dworkin, propone, por su parte, un “constitucionalismo del bien común”, que, si bien “es metodológicamente dworkiniano”, en verdad “aboga por un conjunto muy diferente de compromisos y prioridades morales sustantivos de los de Dworkin, que eran de una inclinación liberal de izquierda convencional”.
Dworkin y Vermeule hablan de una “moral política” positivizada pero la moral de Vermeule está en las antípodas de la de Dworkin. Vermeule, parafraseando a Groucho Marx, estaría diciendo: "Estos son los principios de Dworkin. Como no me gustan, por ser [demasiado o sencillamente] liberales, aquí les tengo otros, los conservadores". En otras palabras, Vermeule considera que, en lugar de los conservadores adoptar una estrategia de defender sus posiciones parapetados tras un vergonzante y desacreditado originalismo/textualismo, es mejor usar la hermenéutica de Dworkin, pero haciendo una lectura moral conservadora de la Constitución.
En realidad, Dworkin no aboga por una determinada moral, que obligue a los jueces a encontrar una única solución correcta conforme esta moral positivizada, o que les permita fallar según su propia conciencia moral. Dworkin más bien postula que la “Constitución es derecho y, como todo derecho, está anclada en la historia, la práctica y la integridad”, lo que requiere que los jueces asuman “que el derecho está estructurado por un conjunto coherente de principios sobre justicia, equidad y debido proceso”.
Vermeule avanza un constitucionalismo basado en la vieja idea del bien común, que se impone sobre los intereses individuales, en tanto no es la suma de las libres voluntades individuales, y que, para los liberales, se remonta: al tatarabuelo del totalitarismo, Platón, para quien los intereses propios debían ser sacrificados en aras de los “intereses de todos”; a su bisabuelo Santo Tomas de Aquino, quien piensa que el bien común no es la simple suma de los bienes individuales; y a su abuelo, Rousseau, para quien, mientras la voluntad de todos es la suma de las voluntades particulares, la voluntad general “no tiene en cuenta sino el interés común”.
Es esa clásica desconfianza liberal frente al bien común lo que llevó a Joseph A. Schumpeter a señalar que éste es inaceptable en democracia. Para el economista, las personas no solo tienen distintas preferencias, sino también distintos valores y, aunque los compartan, pueden estar en desacuerdo respecto acerca del modo ideal para conseguirlos. Esto explica por qué en las sociedades contemporáneas, caracterizadas por su heterogeneidad y complejidad, siempre habrá interpretaciones distintas del bien común, que nunca podrán resolverse apelando a una etérea y evanescente voluntad general y sí podrán dirimirse -aunque esto podría sonarle a Vermeule como simple jerga de esa “clase discutidora” (Schmitt) que es la burguesía- en el marco de una democracia deliberativa y dialógica (Habermas, Nino, Gargarella); de un “consenso superpuesto" (Rawls) entre partidarios de doctrinas aparentemente incompatibles de justicia que pueden, sin embargo, encontrar un “common ground” en democracia; y de una jurisdicción constitucional que interpreta la Constitución como conjunto de principios y que se legitima por la justificación de sus decisiones frente a la “comunidad de intérpretes constitucionales” (Häberle). E pur si muove: aún en una democracia constitucional, aparece una especie de bien común, la “esfera de lo indecidible” (Ferrajoli), constitucionalmente reconocida y que es intangible para las mayorías.
Es interesante que Vermeule incorpora al constitucionalismo del bien común la idea de Lon Fuller de la “moral interna” del derecho, que analiza ampliamente, junto con Cass Sunstein, en un artículo (“The morality of administrative law”, Harvard Law Review, May 10, 2018) y en un próximo libro (“Law and Leviathan Redeeming the Administrative State”). Como católico, me resulta cautivante, además, que el bien común y la doctrina social católica puedan inspirar la jurisprudencia de los Estados Unidos, cuya Constitución no tiene cláusula del Estado Social y no reconoce los derechos sociales, aunque queda por determinar su locus constitucional. En todo caso, el constitucionalismo del bien común podría sustituir a los modelos originalista y dworkiniano como el nuevo paradigma de la jurisprudencia constitucional estadounidense si se consolida la mayoría conservadora en SCOTUS.