“La invasión de los imbéciles”

Umberto Eco

En otros tiempos el saber, el conocimiento no era una moneda de curso legal. Tan solo unos pocos tenían acceso a él. Su circulación, en un principio, fue dominio de un reducido número de hombres quienes lo intercambiaban entre ellos de manera celosa.

Un monasterio, una plaza, la universidad eran los escenarios donde se debatían las ideas. Un manuscrito se protegía durante siglos dentro de una biblioteca, guardando en él una información que, de ser colectivizada, lo más probable es que pudiera salvar muchas vidas por su importancia en proteger la salud de los seres humanos. Por suerte un orfebre, Johannes Gutenberg, inventó la imprenta y con ello desparramó el saber por todo el cuerpo de la sociedad. A partir de ese momento las ideas, los conceptos, dejaron de estar para siempre en manos de un exclusivo y pequeño grupo de hombres. La llave se abrió bañando todo el pasto.

Los libros comenzaron a circular de mano en mano, pero aun así, el círculo se mantenía semicerrado. No todo el mundo llegó a la vez a tocar las maravillas ocultas entre sus páginas. Amplias zonas de la población quedaron, durante mucho tiempo aun, al margen del conocimiento y en cierta medida los sacerdotes del saber seguían siendo unos pocos. Ellos pontificaban y el pueblo seguía sus declaraciones como mandato divino.

Algunos siglos después de aquello serían otros hombres y mujeres como Carlos Marx, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Octavio Paz, Albert Camus, Stephen Hawking, Isaiah Berlin, Karl Popper, Mario Vargas Llosa, Zygmunt Bauman y Byung-Chul Han, entre otros, quienes tomarían el relevo. Ellos representaron en esos años convulsos y aún hoy representan la voz de todos, aunque tan distantes del gran público que parecen hablarnos desde el monte Olimpo. Nadie podría contradecirles, ni enfrentar sus argumentos.

Pasaba lo mismo, si bien en menor medida, en un barrio y en cualquier ciudad. Allá dónde fueras siempre existía un reducido número de personas cuyo conocimiento acumulado les hacía diferentes al resto, ya sea porque tuvieron la paciencia de leer más que otros o bien la disciplina necesaria para profundizar con mayor rigor. Cuando esos individuos asentados en pequeños círculos de saber tomaban la palabra, al resto no le quedaba otra salida que retroceder, dejar espacio abierto y callar cualquier opinión contraria. Son aquellos a los que llaman entre corrillos “los intelectuales”, algunos de ellos dotados sin duda de innegable lucidez, brillante análisis y capacidad para decirnos hacia donde sopla el viento. Sin embargo la vida tiene su manera de romper los círculos cerrados, por algún lugar se escapa el agua por encima del dique y he aquí que, en este punto concreto, aparecen nuevos Gutenberg, de nombres Bill Gates, Steve Jobs, Mark Zuckerberg y el mundo gira de nuevo. Ahora la muchacha que lava la cabeza a su cliente en el salón, el mecánico que tan solo escuchaba las carreras de caballos, el estudiante formado leyendo apresurado un folleto de pocas páginas, el ciudadano de escasa formación, el borracho que en el bar sabe nada más lo que el televisor le entrega sobre cualquier acontecimiento mundial, tienen de repente acceso al conocimiento de toda una vida con solo un clip. Y está bien que así sea. Por desgracia, sin embargo, son muchos los que llegan sin la humildad suficiente para dejarse aconsejar por el bibliotecario, sin preguntarle siquiera dónde están los libros que les permitan opinar acerca de todo, como en efecto hacen. No debe pues sorprendernos que un hombre como Umberto Eco, lance la frase que inicia esta reflexión, molesta a oídos de muchos, pero que, en mi particular modo de ver las cosas, encierra una gran verdad.