La conquista personal y el consumismo llevan a una conducta en la que no hay ninguna consideración por los demás. Status al que se llega mediante la corrupción y se disfruta por la impunidad.  Lo que pocos saben es que quien así actúa queda en un territorio cercado por la vanidad y el interés. Desaparece la amistad sincera.

El castigo a quien practica un acto ilícito es ciento por ciento aplicado a los más pobres.  Eso sí, cuando un pobre sufre injusticia tiene que quitarse el pan de la boca para dársela a abogados, asistir a las audiencias faltando a su trabajo o de los picoteos de que viva, con tal de que no se caiga un proceso judicial por su inasistencia.

Quien le roba al pobre es quien le roba al juez, a la diputada, al senador… precisamente los poderes que han facilitado mayor espacio para la impunidad. Puede que nuestros congresistas sean inmunes por el cargo, y sin embargo se han sumado a las estadísticas propiciadas por la delincuencia impune.

Hay dos tipos de corruptos: el corrupto (a) aficionado, que lo hace por sobrevivencia en un mundo opresor; y el corrupto (a) profesional, que envuelve altas esferas del poder y del dinero, lucrando con ganancia y corrupción.

Expertos, esos corruptos se benefician de la ausencia del castigo legal protegidos por el poder político o por disponer voluminosas sumas bancarias. Así es como crean sistemas exterminadores impunes tal como lo presenta el poeta ruso Vladimir Maiakóski, quien se suicidó al perder toda esperanza en lo que había creído como revolucionario. En uno de sus poemas resume este mal de la impunidad:

"En la primera noche ellos se aproximan
Y roban una flor
De nuestro jardín.
Y no decimos nada.
En la segunda noche, ya no se esconden:
Pisan las flores,
Matan nuestro perro,
Y no decimos nada.
Hasta que un día,
El más frágil de ellos,
Entra solo en nuestra casa,
Nos roba la luz y,
Conociendo nuestro miedo,
Nos arranca la voz de la garganta.
Y ya no podemos decir nada."