Los adversarios del presidente Fernández dicen que si continúa con algunas prácticas se le recordará como uno de los líderes nacionales más contradictorios. Alegan que su discurso sobre la modernidad cae pulverizado con su práctica "clientelista" en la que consume buena parte del presupuesto nacional al que podría darse un mejor uso. Se disminuye incluso a lo ojos de quienes lo creen un político con amplia visión de futuro cuando lo ven distribuyendo cajas de alimentos y en algunos casos hasta dinero. Actividades estas en las que se pone a la gente a pasar por la humillación de vitorear consignas partidistas y a blandir afiches a cambio de una magra ración para la Nochebuena, tras una larga espera bajo un ardiente sol aguantando toda clase de empujones.
Es cierto que otros políticos en el ejercicio del poder incurrieron en la misma práctica y que sería injusto atribuirle la paternidad de esa odiosa forma de hacer política. Pero Joaquín Balaguer, que a pesar de todos los denuestos que sufrió parece hoy un paradigma, encargaba a otros de esa tarea que solía hacerse sí en su nombre. En momentos en que el Gobierno le impone al país el enorme sacrificio de una reforma fiscal para conjurar los déficit provocados por el exceso de gastos, no se ve con simpatía el recurrir a una práctica con más visos de proselitismo que de ayuda social, por cuanto lejos de elevar la dignidad de los beneficiados les muestran en toda su desnudez la dimensión de su pobreza.
En una oportunidad incluso se agregó a estos repartos un lavado gratis de cabellos en salones para damas, lo cual fue recibido con muestras de estupor en organizaciones preocupadas por los derechos de la mujer y por otras entidades que ven en ella una resucitación de prácticas fuera de época. El presidente debería escuchar de cuando en cuando a sus críticos y rechazar aquellos cánticos que le alejan de la realidad.