Si el individualismo de cada sujeto acosado por su pobreza y desamparo es constitutivo del atavismo dominicano, la segunda característica del ADN cultural dominicano se expresa objetivamente como claroscuro de su comportamiento supra familiar. 

Para situar esa dimensión objetiva del sujeto, advierto preliminarmente que su subjetividad es descendiente directa de tres actores por no hablar de más de tres generaciones históricas: a saber, (i) los recónditos súbditos de la corona española abandonados a su propia suerte y que, por tanto, optaron para no dejarse morir y valerse del contrabando en el occidente de la isla para poder subsistir. Ellos, al igual que (ii) los conuqueros del Cibao decimonónico y (iii) los empresarios que vienen operando notablemente en el sector informal de la economía dominicana al frente de sus talleres y negocios, dependen primordialmente de su laborioso afán y realizaciones innovadoras para obtener el sustento de cada día.

Ese es el lado más claro e incluso emotivo del ser dominicano. Como tal, contradice el ideológico pesimismo con que se sigue tildando el estilo de vida cotidiano de la población dominicana y sus supuestos rasgos de lúdica pereza y sensual irresponsabilidad.

El espíritu empresarial traza la raya de Pizarro en suelo dominicano. Prescinde de la consabida dependencia que reforzó el real situado en las autoridades coloniales y en la población en general durante los siglos XVII y XVIII, en La Española. Por añadidura, ese mismo empuje desborda la pasividad de peones, braceros y jornaleros y se contrapone a las ínfulas de superioridad del amo hatero y de los dueños de las fincas azucareras.

En efecto, su afán de lucha y de sobrevivencia hace que dicho espíritu emprendedor promueva e induzca en la generalidad de la población la autonomía laboral y económica, en tanto que ideal y patrón de comportamiento. Se trata de una autonomía idealizada, independientemente que sea alcanzada tan sólo por algunos y anhelada por todos los demás.

Pero así como en dialéctica de la fuerza proviene la impotencia, de dicha claridad se sigue su propia oscuridad.

En la sociedad dominicana la actividad comercial y el esfuerzo de superación de cada individuo terminan prescindiendo de cualquier opción de tipo impersonal e institucional. No hay norma axiológica o legal, y tampoco regla institucional, que limite el deseo y la ambición personal. Una vez alcanzada, la idealizada autonomía económica exonera al sujeto de realizar cualquier sacrificio de lo suyo en aras de un grupo, de una institución o de la colectividad. 

Es en ese estado de cosas que se pone en evidencia el lado oscuro, sórdido, del acerbo cultural dominicano pues, así como incluso el sol tiene manchas, el sujeto humano es un dechado de virtudes, pero también de mezquindades. Un simple contrapunteo resulta esclarecedor a este propósito.

En Europa la actividad comercial destinada al libre mercado no fue lo primero, pues antes surgió la esfera de lo público dotada de la debida justificación ideológica y de un consecuente y eficaz poder institucionalizado del Estado que, como tales, fueron capaces de circunscribir y servir de marco de referencia a la iniciativa privada. La normatividad legal y ética, representadas en el debido funcionamiento institucional, y no el interés individual de cada quien, son las que encaminaron el quehacer social y económico hacia la materialización de un mejor interés común a todos. En ese sentido, los deseos y las iniciativas de cada quien contaban con un muro de contención que protegía de excesos y descontroles a todos los demás.

Por el contrario, en suelo dominicano la constante ha sido la ausencia de ideologías (políticas y eclesiales) y la correspondiente debilidad institucional del ámbito supra familiar. El espíritu e iniciativa empresarial de cada miembro del conglomerado criollo excluido del status quo dominante fue el que incursionó por sí solo e introdujo el país al libre mercado comercial.

Ese punto es decisivo. Al libre mercado se llegó en el país por efecto de la iniciativa privada de algunos actores económico, comenzando por los tabacaleros cibaeños. Y eso aconteció mientras la esfera de lo público agonizaba como nación por efecto de instituciones ineficientes y de rebatiñas políticas, mientras la nación languidecía desnuda de ideologías políticas modernas e incluso de credos religiosos que tuvieran impacto moral y vocación de civilización.

De ahí se deriva, tanto la preponderancia del sector informal de la economía dominicana en el mercado laboral, como la existencia de poderes fácticos en un estado de cosas donde no se verifica la existencia de un solo gobierno que supere su falta de concepto original y, por ende, su condición formal de entelequia.

Gobiernos y gobernantes van y vienen, pero la realidad moral y ética de los pobladores sigue siendo la misma. Nada ni nadie remedia la vulnerabilidad de las instituciones vigentes y, por vía de consecuencia, tampoco suprimen la progresiva desigualdad social de la población o la exclusión que resiente esa gran mayoría que opera económicamente al margen de la ley.

Desde antaño, en el país se coexiste sometido al dominio claroscuro de la voluntad arbitraria del individuo al que hay que forzosamente adaptarse y, por veces, someterse. Si algo reina es la sustracción y la división, más que la suma y multiplicación de voluntades.

Por consiguiente, ni la desigualdad social de la población ni la impotencia estatal para impedirlo serán superadas por la mera alternancia de réplicas constitucionales y códigos legales, firma de pactos o modificaciones institucionales y, mucho menos, bajo el peso abrumador de cuantiosas nuevas leyes. Todo resulta vano e insuficiente para contrarrestar la deformación de la voluntad individual cuantas veces ella se manifiesta a nivel supra familiar.

En medio de todos los cambios materiales que tienen lugar en la República Dominicana queda en suspenso la tarea de rescatar al sujeto humano de su propia condición sórdida y desenfrenada, –“miserable” escribiría Voltaire–, de manera que pueda redimensionar con su comportamiento las relaciones de poder y convivir de hecho y de derecho fraternal y civilizadamente con los demás.

Precisamente, dada la condición humana de miseria, en la historia del pensamiento occidental se vislumbró inicialmente en el capitalismo una posible solución de la incontrolable avaricia y codicia de cada quien, al menos en el mundo occidental (Hirschman). Huelga recordar aquí a ese propósito al filósofo –moralista- Adam Smith o a Montesquieu, entre otros tanto.

Ahora bien, asumiendo ese telón de fondo, ¿qué acontecía en la República Dominicana? Como dije avancé precedentemente, ésta se introducía en una economía capitalista, inicialmente mercantilista, de la mano de individuos carentes de referencias institucionales e ideológicas que fueran capaces de servirles, tanto de contrapeso pedagógico a ese lado humano, miserable, de su propia condición natural, como de justo y armonioso equilibrio ante los deseos e intereses del resto de la población.

Es así que cobra su máxima vigencia y significado lo oscuro del comportamiento dominicano. Tan necesario era y es el dinamismo individual, como insuficiente para organizar toda una nación sin contar con el contrapeso de la esfera pública. A falta de una instancia de poder que respete la dignidad de cada sujeto, pero que limite el impacto de la ambición desmedida de su voluntad individual en la plaza pública, la vida política dominicana prosigue el accidentado curso que reseña la historia republicana, hasta el día de hoy.

El desafío fue y sigue siendo complejo. La  solución de tipo escolástica a los problemas sociales y económicos de un conglomerado social no deja de ser necesaria ya que apela a la moral del auto sacrificio y al subsiguiente dominio de la razón sobre las pasiones y los intereses mezquinos. Sin embargo, como solución resulta insuficiente. La intimidad moral no necesariamente se traduce éticamente en el devenir objetivo e histórico de una sociedad compleja, en particular, si ese conglomerado carece del poder mediador que el pacto social y su consecuente régimen legítimo de derecho otorgan al Estado.

Para articular esa mediación estatal, la mezquindad, la codicia original, el ego-ismo que propulsan el dinamismo volitivo de cada sujeto humano, tienen que estar formados, es decir restringidos y superados, para que su comportamiento termine adaptándose y no agrediendo a semejantes o violentando obligaciones institucionales y normativas legales y éticas. En la realidad dominicana, empero, la voluntad permanece desde aquel entonces extraviada.

De ahí que el comportamiento objetivo del dominicano, –debido a lo cual ilumina su quehacer oscureciendo y obstaculizando el bienestar de los demás–, termina revelando una tercera característica de su DNA cultural, esta vez en la historia, tal y como expondré en un próximo trabajo.