Los circos, diversión y sueños bajo carpas, siempre han sido la atracción de niños y mayores, desde los más modestos de barrio hasta el sofisticado Cirque du Soleil, tan lleno de originalidad y glamour. Pero creemos que el mejor circo del mundo sería el que podríamos formar con nuestros políticos.

Tenemos todos y cada uno de los personajes que son necesarios para garantizar un éxito sin precedentes. Veamos.

Lo primero que se necesita es un presentador, un tipo más bien grueso y bigote largo, con un vestido a rayas rimbombante, sombrero muy grande y una potente voz que anuncie en tono y gestos grandilocuentes el inicio del espectáculo.

Poseemos buenos ejemplares en los partidos que pueden desempeñar esa función, eso de pregonar a cuatro voces planes a futuro, pactos y diálogos que no cumplen y grandes proyectos que no se harán jamás, se les da más que bien.

Después están los payasos, por lo general uno muy tonto y otro muy serio que toca la trompeta, y los enanitos, que nos divierten con sus ingenuas pero ingeniosas bromas.

Tenemos mucho donde escoger, no hay más que ver el contenido risible y la altura tan diminuta de tantas campañas o los argumentos con que se proponen o defienden en algunos proyectos de ley.

Acto seguido vienen los funámbulos -un circo sin funámbulos no es circo-, los especialistas en andar sobre la cuerda floja. De esos tenemos multitud de expertos en el arte de estar al filo o al otro lado de la ley y no caerse nunca, gracias a sus ágiles movimientos de equilibrio.

Luego van los magos, ahí sí que contamos con fantásticos profesionales, de los mejores del planeta, haciendo desaparecer del sombrero de copa no ya simples conejos o palomas, sino cientos o miles de millones en pesos o en dólares, pruebas y todo lo que se pueda uno imaginar sin que nunca se les vea el truco.

Se continúa con los domadores, unos señores de brazos vigorosos que, con el aro de la situación en llamas, hacen pasar a los contribuyentes y sindicalistas como tigres amaestrados por reformas fiscales o subidas de precios, con tan sólo una voz de mando y un pequeño chasquido de látigo.

Seguimos con los famosos y muy esperados trapecistas en sus vistosos números. El público, atento, viendo como multitud de hombres y mujeres dan arriesgados saltos en el vacío haciendo piruetas para atrapar todo lo que pueden: puestos, contratas, cheques, prebendas… sujetándose los unos a los otros para no caerse y llegar salvos a sus plataformas, sabiendo que si fallan hay una red de impunidad que los protege.

Y por último, y no menos importante, están los dueños del circo, no los muchachos del programa, sino los otros, los más listos de la cosa política, que son quienes mandan, ejecutan y administran el espectáculo a su antojo y sacan los mayores beneficios para sí y sus partidarios.

Ya tendríamos el circo montado, sólo faltaría el pan de los romanos, pero ese es otro capítulo, por cierto muy duro de roer.