Un cine es un lugar donde no solo acontecen historias narradas a través de una lente en movimiento, sino, que el espacio en sí nos lleva por un mundo mágico casi inenarrable; al menos eso me pasa a mí cuando pienso en El Cometa. Era este un cine descampado, con butacas de hierro dispuestas de tal modo que los muchachos cruzaban de una butaca a otra sobre su respaldo, en un acto arriesgado y atrevido realizado minutos antes de iniciar la película.

Los domingos por la tarde nos vestíamos como para ir a pasear al parque, llegábamos hasta la boletería luchando codo con codo por comprar la primera taquilla, garantía de una buena ubicación dentro del cine. Recuerdo en mi imaginario, a quien las vendía, como una muchacha muy hermosa pero irreal. Nunca la vi entrar ni salir de ese espacio desde donde se comunicaba con cada uno de nosotros, sin mayor intercambio que la recogida del dinero por la ventanilla y la entrega de una reducida taquilla de cartón. Ella, la encargada de la boletería, para quienes íbamos al cine como quien iba al parque, significaba el primer contacto real con ese mundo místico del cine. Debo confesar, que había una razón primaria que antecedía incluso al disfrute de la película y era aquella muchacha. Llevaba un escote muy pronunciado y en la edad del asombro este tipo de espectáculo obtenía una respuesta que no se hacía esperar. Es fácil suponer que la película no se iniciaba cuando entrabamos al recinto, sino desde el mismo instante en que comprabas tu boleto. Desde ese momento podías fantasear, subir sobre una alfombra mágica e irte muy lejos. No recuerdo haberla visto jamás fuera de ese estrecho espacio. No puedo hacer una descripción detallada de sus piernas. No sabré nunca si era alta o bajita, todo se reducía para mí al encanto de su escote.

Una vez que comprábamos el pase, entrábamos en un local decadente con un baño apestoso cuya puerta estaba siempre abierta. Los urinarios estaban situados a nivel del piso. Los muchachos sacaban sus miembros sin ningún pudor e iban orinando y contando al mismo tiempo sus hazañas con las chicas que esa tarde se habían cruzado en su camino. Al lado del baño estaba la caseta o lugar desde el que se proyectaba la película. Era una estructura cuadrada a la que se accedía por una escalera exterior de madera hacia el segundo piso. Un señor cojo era el responsable de colocar los rollos de las películas y ponerla en marcha. Cuando por alguna razón la proyección sufría cualquier interrupción se escuchaba el nombre de ese señor rodar de improperios por los pasillos del cine. En aquel entonces Tarzán, Chazan, El Santo y las películas de vaqueros dominaban la cartelera. Una vez dentro del recinto teníamos que esperar a que la noche arropara el cine, había que darle tiempo a la oscuridad para poder ver las imágenes en la pantalla gigante de cemento. Una vez que aparecía la primera imagen todos dejábamos de jugar y nos íbamos corriendo a tomar nuestros respectivos asientos.

En esa época las distracciones no abundaban. El cine ocupaba el lugar que hoy ocuparía una discoteca o un bar, era el espacio de esparcimiento al que estábamos acostumbrados en esos tiempos. Por esta razón los dueños de esos establecimientos crearon un horario nocturno, apto solo para adultos, en el que se proyectaban películas de fuerte contenido erótico. Podíamos ver, al salir los más jóvenes, como a altas horas de la noche entraba una camada de adultos que acudían para ver escenas de fuerte contenido sexual. En aquel momento cumplían una función liberadora para quienes se deslizaban furtivos en la noche hasta el Cometa. A esa hora todo aquel que veíamos entrar al cine intuíamos que iba a apagar cierta necesidad o curiosidad, que en su vida cotidiana le era casi imposible satisfacer. La represión moral y sexual tenía un peso tan determinante que quienes acudían en ese horario debían hacerlo de modo casi oculto, avergonzados, como quien compraba un preservativo en la farmacia de modo clandestino.

De esa forma se iba al cine a ver una de aquellas películas. Por eso, para mí fue grande el asombro al sorprender una noche haciendo fila y comprando su taquilla a mi profesor de biología del bachillerato. El hecho de que fuera a ver una película de ese tipo no es lo que chocaba en mi interior, sino la imagen que de él teníamos en el colegio, un profesor moralista, rígido y hasta cierto punto intolerante. Cuando le vi forzado a entrar de aquella forma, me quedé pensando en el tipo de sociedad en la que vivimos, condenando a los otros por muchas de las cosas que a la espalda hacemos. Vivimos debajo de una máscara, tapando de algún modo lo que nos produce placer. No lo digo por el lado aberrante o perverso de ciertas prácticas, sino por las cosas simples de esta vida que la sociedad esconde de manera hipócrita. Esta actitud nos hace parecer que vivimos dentro de un convento donde en la intimidad de cualquier habitación a oscuras pueden suceder las cosas más insólitas y placenteras, sin que nadie pueda sospechar que ocurren precisamente en las noches más serenas. Por eso, cuando recuerdo los escotes de la muchacha de la boletería y después pienso en lo que yo hacía al llegar a mi casa, estoy seguro de no haber hecho nunca nada por lo que debiera haberme mostrado arrepentido. Quién sabe si esa muchacha no dejaba escapar sus encantos tan solo con la saludable intención de que uno pudiera liberar aquello que los adultos practicaban en la soledad de su hogar después de haber visto una de aquellas películas eróticas.