“No hay nada escondido que no vaya a saberse, ni secreto que no acabe por hacerse público” (Mc 4:22). Estas palabras de Jesús podrían servir de lema al ingeniero italo-francés Hervé Falciani o al periodista griego Kostas Vaxevanis, quienes desde 2009 han destapado las cuentas de miles de evasores fiscales en el banco suizo HSBC. Las mismas palabras, o el desafío evangélico de “que si estos callan gritarán las piedras” (Lc 19:40), valgan acaso de consuelo al analista militar norteamericano Bradley Manning, mientras aguarda una posible condena a cadena perpetua. Manning, a través del periodista australiano Julian Assange y su plataforma WikiLeaks, filtró en 2010 en internet una ingente cantidad de videos, documentos y cables diplomáticos reservados, algunos de ellos muy comprometedores para la administración norteamericana.
En las últimas semanas el mundo sigue paso a paso la andadura del último gran filtrador: el joven norteamericano Edward Snowden. Con tan sólo 29 años, y tras trabajar como consultor tecnológico en la CIA y en la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos, Snowden acaba de sacudir la opinión pública con unas revelaciones escandalosas: la NSA espía a ciudadanos de todo el mundo a través del programa PRISM, que rastrea millones de datos a través de los servidores de gigantes informáticos como Microsoft, Apple, Google, Facebook o Yahoo, así como de compañías de telecomunicaciones como Verizon. Además, la NSA habría espiado 38 embajadas de aliados y rivales de Estados Unidos, lo que confirma que no todo el espionaje de la NSA tiene como objetivo la seguridad nacional. El PRISM, al fin y al cabo, es un desarrollo de la red de espionaje ECHELON, compartida desde los años sesenta por cinco países anglófonos (Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá, Australia y Nueva Zelanda) y capaz de rastrear e interceptar palabras clave utilizadas en los sistemas de comunicación a lo largo del planeta.
La historia de las revelaciones es, por sí sola, digna de la mejor novela de espías. El protagonista, un genio informático residente en la paradisíaca Hawái, con un salario suculento y acompañado de una bella bailarina, decide renunciar a una vida de comodidades para sacar a la luz pública el espionaje masivo de la NSA a empresas y particulares de todo el mundo. Tras pedir la baja laboral, Snowden viaja el 20 de mayo a Hong Kong, desde donde filtra su información a The Washington Post y The Guardian. El 7 de junio los periódicos publican las filtraciones, revelando dos días después –a petición de Snowden– la identidad del filtrador. El 23 de junio, ante el peligro de ser extraditado a Estados Unidos, el ciberespía vuela a Moscú, en cuya terminal de tránsito sigue varado desde entonces. En estos últimos días, a cada solicitud de asilo por parte de Snowden a más de 20 países, se suceden las llamadas de la administración norteamericana, sembrando amenazas contra cualquier estado que lo acoja.
A diferencia del espionaje del siglo XX, opaco a la luz pública, las andanzas de Snowden son seguidas minuto a minuto, como si se tratara de un reality show posmoderno, por todos los medios de comunicación del mundo. Además, la filtración no ha sido llevada a cabo por ningún agente doble, ni su motivación parece ser económica. Como Manning y Assange, Snowden, tachado por algunos de traidor, se ha convertido para muchos otros en un símbolo de la libertad de expresión, los derechos civiles y la democracia. Pues, cabe preguntarse: ¿No será este escándalo una nueva prueba de que Obama está continuando las medidas torticeras que impulsó Bush en su guerra contra el terrorismo? ¿El fin justifica los medios? ¿Es acertado renunciar a la libertad y la intimidad a cambio de mayor seguridad? ¿Hasta qué punto el Estado puede ejercer su control orweliano sobre nuestras vidas?