Hay varios tipos de amor, dos textos clásicos y homólogos en el título lo dejan precisado: El arte de amar de Ovidio, el cual sitúa el amor como actividad, la que hay que trabajar en la cotidianidad, porque no llega pasivamente, ni viene del cielo y el texto de Eric Fromn, el cual lo articula a la voluntad del sujeto y sus diversos escenarios que van desde el amor materno, fraterno, el amor a sí mismo hasta llegar al amor erótico.

Este último amor  es que el estamos situando  con relación al ciberamor como almas atormentadas, entramados que pueden llevar a  encuentro  o desencuentro de por vida. Esto no descarta la variante de que ante tales sucesos el sujeto ha de comprender que para amar sin sufrir ha de implicar amarse a sí mismo, pero sin caer en un narciso desdichado, tendencia de cierto narcisismo que hoy se vive en las redes del ciberespacio.

En este aspecto cobra importancia estudiar los efectos del ciberamor en el plano de lo erótico, de sus vueltas y revueltas en ese ciberespacio que apunta a priorizar  las  relaciones íntimas virtuales ante los sentimientos reales. En ese mundo digital viven sujetos de espectros virtuales que han ido desplazando la vida real, haciendo de esta un simulacro, una cibervida con envoltura de musaraña existencial.

En estos tiempos en que  lo virtual se ha convertido en real y lo real en un mundo de espejismo virtual, el ciberamor y todas sus tipologías (fraternal, familiar, erótico, materno) resultan eficaces si entran como híbrido en el amor físico, que es donde se agitan los cuerpos y se focalizan las miradas.

Hay que entender que el ciberamor es el resultado de la aceleración e instantaneidad, de las premuras que caracterizan al cibermundo y las navegaciones de los sujetos cibernéticos por los confines del ciberespacio con o sin internet.

En ese mundo virtual y de realidad aumentada brotan diversas expresiones estéticas, culturales y en relaciones complejas, en un actor-red (B. Latour), entre sujetos cibernéticos y dispositivos tecnológicos, los cuales desencadenan la hibridez de sucesos, en  donde no necesariamente cobra sentido una historia como  sujeto social  en primer plano,  sino el propio objeto, reverenciado, mitificado  en el mismo contexto de la relación lenguaje, sujeto y discurso.

La esfumación de la privacidad se ha ido perdiendo en el mundo cibernético y se ha colocado en lo más profundo de la intimidad individual, porque los sentimientos generales cobran su existencia en lo digital, en las redes sociales, que es el escenario de los rostros, de las miradas públicas.  Aunque esas miradas apuntan a una dislocación con lo real, por sentirse arrojadas al vacío y  a la entrega, al lanzamiento y  a la  pasión  por lo virtual, que es el escenario del amor cibernético o ciberamor.

Este ciberamor se pone de manifiesto con intensidad en el tipo de película Ella, escrita y dirigida por Spike Jonze (2013, Ganadora de un Oscar y el Globo de Oro 2014), en este film el sujeto cibernético (Joaquín Phoenix) se encuentra postrado y aposentado en una relación de amor quebradiza en lo real, que culmina en rajadura sentimental y en enamoramiento virtual al mismo tiempo.  Rajadura sentimental que se evidencia al divorciarse de su esposa y revivir algunas imágenes de ese pasado amoroso y por el amor cibernético que le producen  las fascinantes y románticas palabras emanadas del sistema operativo digital, llamado Samantha.

Esta relación de actor-red  cobra vida intensa, ya que este dispositivo electrónico es una especie de Smarphone inteligente que dirige  y organiza la vida de Joaquín,  el cual asume que Samantha es parte de su vida y que su voz femenina virtual le seduce y le envuelve  en una relación amorosa virtual que pareciese real, hasta el punto que  dicho dispositivo electrónico (en voz de la actriz Scarlet Johansson)  se desparrama en orgasmo de palabras sobre el cuerpo de Joaquín, que ha comenzado a vivir el cibersexo, la soledad, la crisis de afectos y  la desgarradura existencial.

Entre el silencio y la soledad, Joaquín va entendiendo que los signos con que se relaciona con Samantha no son los signos de rotación del poeta Octavio Paz, sino los signos de 0 y  1, del Ser digital, de Negroponte.  Va comprendiendo cómo su vida se vuelve lastimera en la medida en que Samantha como dispositivo inteligente le confiesa que sus amigos suman las cantidad de  8,360 sujetos cibernéticos y que sus encuentros de intimidades  rondan los 641  sujetos,  los cuales se mueven  entre los enmudecidos entornos virtuales  en los que el propio  Joaquín ha convivido.

Esta confesión de Samantha le produce vértigo, sensación de vacío, como si la cibervida que llevaba fuera el único sentido de vivir, no se percataba de su vida en tiempo real ha de reconocerse en un sujeto cibernético de dimensión ética, dialógica y del autoconocimiento de que su vida forma “dos universos, el online y offline”, en el que cada uno de estos tiene “un contenido propio y unas reglas de actuación propias” como los aborda  el filósofo Zygmunt  Bauman.

Como sujeto cibernético no comprendió que el ciberamor cuando se queda en lo virtual ahonda la nostalgia, agrieta el alma, agota el tiempo, empotra la mirada entre los espacios virtuales de las palabras, que se hinchan como agujero negro en el ciberespacio. Lo que no significa que el amor, que tiene como principio la fusión entre los cuerpos, el compromiso y la negociación para la continuidad de las relaciones, no se convierta en desgarradura cuando cesan los encuentros, los gestos y las miradas de los cuerpos.  A diferencia del amor, el ciberamor se queda en el plano del ciberespacio y no deja huella en el cuerpo, solo vestigios de un discurso que el tiempo de la instantaneidad y el aceleramiento fulminan.

No comprendiendo que en el escenario del actor red, tal como apunta Edgar Morin, la maquina viviente se auto organiza, se reproduce y auto produce. En cambio, la máquina artificial, no. Esta se organiza desde el exterior y ha sido concebida y construida por los humanos.