En 1993 el politólogo norteamericano Samuel P. Huntington sorprendía a muchos con su artículo “The Clash of Civilizations?”, publicado en la revista Foreign Affairs. En él, Huntington conjeturaba el panorama geopolítico que sucedería al hundimiento del bloque comunista: “Mi hipótesis es que la fuente principal de conflicto en este nuevo mundo no será fundamentalmente ideológica o económica. Las grandes divisiones entre la humanidad y las fuentes dominantes de conflicto serán culturales. Los estados nacionales seguirán siendo los actores más poderosos en los asuntos internacionales, pero los principales conflictos de la política mundial ocurrirán entre naciones y grupos de diferentes civilizaciones. El choque de civilizaciones dominará la política mundial. Las líneas de falla entre civilizaciones serán las líneas de batalla del futuro”.
Años después, mientras se derrumbaban las Torres Gemelas de Nueva York, muchos recordaron la tesis de Huntington. El fundamentalismo islámico, que veía en la civilización occidental una sociedad líquida, relativista y contraria al Islam, se lanzaba a una orgía de violencia en nombre de Alá. En 2004 provocaba 191 muertos en Madrid y más de mil heridos. Un año después le tocaba el turno a Londres, con un saldo de 56 muertos. Hace dos semanas dos yihadistas chechenos sembraban el terror en la maratón de Boston, arrancando la vida a una mujer y un niño norteamericanos, así como a una joven china.
Estas explosiones de violencia en Occidente no son más que la punta del iceberg de la violencia islámica que flagela el mundo. Más allá de los conflictos en Afganistán e Iraq, así como de las amenazas crecientes de un Irán enfebrecido, la radicalización islámica está detrás de buena parte de los conflictos armados actuales: el árabe-israelí, epicentro de este choque de civilizaciones; el de la región de Cachemira, que se disputan Pakistán e India; el de Chechenia y, en general, todo el Cáucaso norte; el de Nigeria, donde el grupo islámico Boko Haram trata de imponer en el norte del país la ley islámica (la “Sharia al Islamiya” o “senda del Islam”) a través del terror. También hay guerra en Sudán, en Somalia y en toda la zona del Sahel, donde opera “Al Qaeda del Magreb Islámico”.
Por último, cabe mencionar las revoluciones de la Primavera árabe, que se extendieron desde Túnez hasta Egipto, Libia y Siria. Calificadas como las primeras revoluciones del twitter y jaleadas por muchos occidentales desinformados, las revueltas no buscaban, de hecho, mayor libertad. Es cierto que apuntaban contra gobiernos autoritarios y tiránicos, sí, pero gobiernos de perfil laico y occidental. En su lugar, se quería imponer una sociedad más islámica, más ligada a la sharia y, por tanto, supresora de los derechos de la mujer y de la libertad religiosa. No hay que olvidar que los estados islámicos no firmaron la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, sino que redactaron su propia Declaración de El Cairo (1990), que ignora o limita muchos de los derechos invocados en la declaración de 1948.
A diferencia del cristianismo, el Islam no entroncó con la filosofía griega, ni experimentó el Renacimiento y la Ilustración, con su exigencia científica y crítica. Una crítica a veces abusiva, pero también purificadora de elementos espurios y ajenos a la esencia de la fe. Por eso una parte del mundo islámico, ajeno a la racionalidad crítica, se lanzó a la yugular de Benedicto XVI cuando éste afirmó en 2006, en la Universidad de Ratisbona, que “no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios”. Y es que –explicaba– Dios es Amor, pero también es Logos (λόγος), que “significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón”. Por ello, en continuidad con el Dios que es Amor y Razón, la fe nunca puede imponerse por la violencia o la coacción; la fe no se impone: se propone.