Los cerdos ocupan un puesto privilegiado en la historia culinaria de los cubanos. Sin la presencia de esos animales, la lucha diaria contra la interminable crisis económica sería imposible o catastrófica. Aquí, el cerdo se ha convertido en la tabla de salvación preferida del pueblo ante la escasez de otras especies comestibles en el mercado. Las vacas, como en algunas regiones de la India, son objeto de culto y adoración, mientras los peces desaparecen sospechosamente de los ríos y mares del país.
En Cuba, la gente consume carne de puerco en cantidades asombrosas, pese a los elevados precios existentes. Una libra (el aproximado a medio kilogramo) cuesta, por lo general, 35 pesos y el cubano promedio gana cerca de 20 pesos diarios. Los números resultan insuficientes y la alimentación de la familia provoca dolores de cabeza e insomnio. Pero, el consumo continúa. No hay alternativas.
El simple hecho de «comer carne todos los días» determina la clase social de los individuos. Cuando alguien quiere destacar su privilegiado nivel económico recita la manida frase y los demás hacen silencio. El argumento es tan fuerte que convence e intimida de forma rápida y eficaz. Lo que se lleva en el estómago puede ser una poderosa carta de presentación y ofrece agradables sensaciones de éxito. Solo falta el garrote y estaremos de vuelta en la Comunidad Primitiva.
Las visitas, esperadas o sorpresivas, provocan daños severos en el sistema nervioso de los cubanos. Susto. Miedo. Desesperación. Los platos se esconden en un santiamén y las bocas, rellenas todavía de comida, dibujan muecas de terror en el aire. Sonrisas e invitaciones falsas. Un simulacro de cortesía y las barrigas pasmadas esperan. Terminado el encuentro y despachada la visita, reaparecen los platos y los calderos. En esta ocasión, las puertas y ventanas permanecen cerradas con llave. Silencio y trague.
Si el visitante consigue por obra y gracia de la casualidad sentarse en la mesa de los lamentos, los movimientos y gestos de los comensales se producen en cámara lenta. Las miradas desembocan en el único y codiciado plato con carne de puerco. Nadie se atreve a romper el hielo. El padre mira a la madre. Madre y padre se miran. El niño levanta el tenedor… ¡No! Y el visitante, callado y temeroso, ensarta un pequeño bistec. «Sírvase sin pena. En la olla que está en la cocina, hay carne de sobra», repiten los anfitriones, mientras la olla fantasma se pierde entre los recuerdos y la mentira.
Hubo momentos de la historia reciente que los cerdos y los hombres vivieron bajo el mismo techo. Compartían juntos sus alegrías y penas. ¡Armonía total! En los balcones de los apartamentos o en los pasillos internos de las casas situadas en las ciudades, alguien acomodaba una bañadera vieja o construía reducidos corrales para los puercos. La peste era insoportable, pero la gente se acostumbra a cualquier cosa. Luego llegaron las inspecciones sanitarias y las excesivas multas pusieron el punto final. Los animales fueron deportados al campo y el hombre quedó triste y desconsolado.
De un tiempo para acá, los cerdos han comenzado a exigir mejoras en la alimentación. Ya basta de las sobras inmundas de las comidas humanas. Ahora piden pienso o productos procesados, ilegales y caros. De lo contrario, no engordan ni dos libras. Pasan tres años y allí sigue el puerco eterno, flaco y con barba blanca. Y sonríe con malicia.
El pienso se consigue en el mercado negro y quien guarde cierta cantidad sin justificación legal, comete un delito y se expone a ser detenido por la policía. Los vendedores clandestinos extraen el producto de las empresas estatales y lo distribuyen con rapidez. Así evitan los registros policiales y duermen tranquilos. Las autoridades conocen cómo funciona el «juego», pero a veces es mejor taparse los ojos y dejar que Dios ponga todo en su lugar.
Los carniceros privados aprovechan el culto forzado de la población por la carne de puerco y hacen dinero a las dos manos. En Cuba, los que practican ese oficio muestran un nivel de vida superior al de la mayoría de los ciudadanos. Casas cómodas y estómagos llenos, en el peor de los casos. Algunos niños piensan que matar cerdos resulta la profesión ideal. Quizás tengan razón.
En los restaurantes, los platos principales se elaboran sobre la base de la carne de puerco y, en menor medida, de la carne de pollo. Aunque siempre existen excepciones y hay locales con ofertas «exóticas», bastante costosas, por supuesto. El pescado escasea y la comercialización de la carne de res está penada por las leyes del país. Por tanto, no quedan muchas salidas.
El cerdo aparece como el salvador de la dieta del cubano. Su presencia evita que la yerba ocupe por completo el monólogo alimenticio de los que residen en la Isla. Grupos musicales famosos han compuesto canciones en su nombre y los estribillos se repiten una y otra vez. La adoración parece excesiva, pero es justa. Dentro de poco y si la situación sigue igual, el cerdo será nombrado «patrimonio nacional». Bienvenido sea entonces.